Marruecos, 1921, tierra exótica y tumba de muchosANNUAL 1921
Un relato de Charles Champ dÂŽHiers
Todo en la habitación era calma y quietud: la vieja cama, que parecía dormir al compás pausado de nuestras respiraciones sincronizadas, las cortinas bailando al son de la brisa vespertina, el espejo mudo y ciego. Todo.
De pronto un rayo de sol hirió mis ojos cerrados. Un rayo de sol salvaje e indómito, que no parecía desear detenerse frente a mis párpados, sino pasar a través de ellos hasta inundar todo mi ser.
Molesto y dolorido, gire la cabeza a la derecha y trate de abrir los ojos con cuidado. Tarde unos segundos en reunir las fuerzas para salir de aquel, hasta entonces, agradable sopor, pero cuando por fin logré abrir los ojos no tardé mucho en arrepentirme. Todo a mí alrededor se tornó en una inmensa nube de polvo rojo, calor y luz.
Junto a mí, pegados a mi cuerpo, otros cuerpos. Algunos ya eran cadáveres, otros aún parecían vivos. Unos bultos dolientes y macilentos que trataban de reptar a través de aquel infierno rojo.
Después de estas imágenes, como el trueno sigue al rayo, llegaron los sonidos. Cientos de ¡ay, madre!, ¡ me muero!, ¡Dios mío!, comenzaron agolparse dentro de mis oídos. Junto a ellos, el estruendo de cientos de disparos.
Intenté levantarme, pero me dolía todo el cuerpo como si acabase de ser golpeado por cien hombres. Todo yo era dolor. Hice un esfuerzo sobrehumano por levantarme; por recostarme al menos. Al fin lo logré. Conseguí sentarme levantado un poco mi pobre espalda y recogiendo mis entumecidas piernas.
Una vez sentado me fije en mi alrededor: ahora todos los ruidos y las imágenes daban paso a una escena aún más brutal de lo que hubiera podido imaginar: una multitud deforme de chicos de uniforme color tierra me rodeaban, muertos o apunto de morir, entre nubes de polvo rojo.
Me fijé en mí. Llevaba el mismo uniforme que ellos. Estaba tan sucio como el suyo, aunque yo no parecía estar herido. No comprendía nada. Estaba solo y asustado.
Un ruido extraño me hizo volver a la realidad: era un silbido agudo que acababa en un sordo crujir de algo. Giré la cabeza y vi a un enorme hombre vestido con una especie de camisa larga de color pardo andando entre los cadáveres. Andaba con facilidad entre aquella deforme marea, como a saltitos, parecía divertido entre aquel caos. Saltaba de un lado para otro como buscando algo.
Junto a él y a unos metros de donde yo me hallaba, una mano se levantó pidiéndole, suplicándole, algo que no logré oír.
El hombre se detuvo en seco junto a aquel cuerpo, giro su cuerpo hacia atrás de una forma exagerada y descargó con todas sus fuerzas un terrible machetazo contra aquel indefenso herido. De nuevo oí ese silbido y ese crujir, y ahora pude comprender de donde venía.
Me quedé helado de miedo. No entendía nada, pero si algo tenía claro es que si permanecía allí sentado, dentro de poco iba a correr la misma suerte de aquel pobre desdichado.
Traté de reunir todas mis fuerzas, me levanté entre innumerables dolores y eché a correr. Corría sin rumbo fijo, tropezando con los cadáveres, pisándolos. Huía sin saber hacía a donde. Huía casi sin saber porqué.
Súbitamente mi carrera se vio interrumpida por otro hombre vestido con idéntica camisa parda al anterior. Me agarró con fuerza de una muñeca y alzó poderoso, con su otra mano, una enorme espada curva. Que esta vez no podría salir corriendo lo tenía más que claro, así que me detuve en seco, girando hasta ponerme frente a mi captor, tratando de evitar el golpe de su espada con mi mano libre.
No fue necesario. Cuando el hombre me vio detenerme, bajó lentamente su arma mientras me decía â??preso, preso míoâ? y, sin soltarme la muñeca, me dirigió hacia un enorme corcel blanco que parecía pastar tranquilamente entre aquella desolación. De un empujón, casi por arte de magia, elevó mi cuerpo hasta la grupa del caballo, obligándome a permanecer sentado. Luego subió él a la silla, y me indicó por señas que me aferrara a su cintura si quería salir con vida de aquella.
Las siguientes tres horas, bajo el sol, sediento, magullado, y dolorido por la cabalgada hubieran sido un infierno para cualquiera, sino fuera porque me estaban alejando de otro mayor. Apenas si entendía nada. Aunque en aquel momento poco me importaba todo, yo solo quería desmayarme, y en ocasiones creo que así ocurrió, pero la mayor parte del viaje la hice dolorosamente consciente.
Se ponía ya el sol cuando llegamos a un pequeño valle encajado entre secas montañas. En su interior, de una blancura casi hiriente aún a esas horas, cuatro casuchas señoreaban entre las escasas manchas de vegetación.
Paramos frente a la más grande de ellas, y mientras mi jinete se bajaba ágilmente del caballo y de la choza comenzaba a salir, entre estridentes gritos de júbilo, una alborozada multitud de ancianos y jóvenes, sentí como a mí se me cerraban los ojos y parecía perder toda mi corporeidad. Me sentí ligero por unos instantes. Por un momento creí que podría salir de aquel caos volando. Después, el duro suelo acogió mi caída del caballo. Y ahí perdí el sentido definitivamente, tornándose todo mi dolor en completa oscuridad.
Desconozco cuanto tiempo permanecí inconsciente. Me despertó el dolor de todas mis articulaciones, que seguía siendo tan agudo como antes de desmayarme.
Abrí los ojos cansado y temeroso por lo que podría encontrar a mi alrededor. Frente a mí, un techo de paja y barro, parecía estar haciendo un esfuerzo ciclópeo por no derrumbarse sobre mi cuerpo. Giré el cuello a la derecha y observe como, de una pequeña abertura en la pared, entraba un diminuto hilo de luz blanca.
Un ruido me hizo girar asustado la cabeza en dirección opuesta a la luz. De pronto, frente a los míos se aparecieron dos enormes ojos marrones, cálidos y profundos como jamás había visto antes. Mi primera reacción fue de miedo, de tratar de recostarme… pero una mano me lo impidió enérgicamente.
Viendo que no podía moverme, traté de tranquilizarme, o al menos de fingir tranquilidad, aunque mi corazón, siempre chivato, siguió latiendo con fuerza.
Delante de mí, arrodillada frente a mi bajo camastro, la figura a la que pertenecían aquellos ojos, la misma que me había impedido levantarme, fue lentamente cobrando forma: era una mujer.
Llevaba una variante de la larga camisola de los hombres que me habían atormentado horas atrás (si es que habían pasado horas y no días o minutos) y una especie de pañuelo que le cubría toda la cabeza menos su cara. Apenas si podía distinguir las formas de su cuerpo a través de esos ropajes, aunque por lo poco que podía atisbar, parecía ser bastante atractiva.
Desde luego era joven. Su cara, de rasgos delicados y piel morena, lucía unos curiosos tatuajes de color azul cerca de los ojos. Su boca parecía suave y sensual, con unos gruesos labios rojos.
Sintiendo mi miedo, la mujer sonrió casi con crueldad. Parecía sentirse cómoda frente a mí, cautivo y desarmado. Me miró fijamente y pronunció unas palabras en español con un marcado acento extranjero:
– â??Tranquilo romí, si tu ser bueno nada pasar a tiâ?
Traté de creer que aquello era cierto, aunque no sabía porque estaba allí, no sabía quien era ella, no sabía porque había de permanecer tranquilo, ni tampoco sabía quien diablos era aquel â??romíâ? del que hablaba. Al miedo comenzaba a seguirle la ira por mi desesperada situación y lo incompresible de la misma.
Confiando en ella, quise preguntarle quien era, que hacía yo allí… Sin embargo, la muchacha puso sobre mis labios dos de sus dedos indicando que me callara. El tacto de sus finos dedos sobre mis labios pareció gustarle a ella tanto como a mí, porque en lugar de quitarlos una vez me vio callado, los paso delicadamente por entre sus comisuras.
Sonriéndome se levantó. Ahora, a pesar de la poca luz de la habitación, pude comprobar mientras se acercaba a mirar algo a la puerta como, efectivamente, parecía tener un cuerpo bastante bien torneado. Algo debió de ver o de no ver que le tranquilizó, porque tras echar un vistazo a través de la rendija de la puerta, volvió aún más sonriente y tranquila.
A pocos pasos de mí, se llevó la mano al interior de su vestido, y sacó de él un pequeño pero bastante peligroso puñal curvo. De nuevo volvió a ver el miedo reflejado en mis ojos, pues mientras se arrodillaba a mi lado, sonreía otra vez con un deje de crueldad.
Susurró unas suaves palabras mientras se arrodillaba de nuevo frente a mí tratando de que no me inquietara, y una vez estuvo junto a mi doliente cuerpo, comenzó a retirar con suma delicadeza la gruesa manta con la que me habían cubierto. Parecía deleitarse con esta operación, pues tardó mucho más de tiempo necesario en hacerlo.
Una vez me vi despojado de la manta, descubrí que me habían desnudado antes acostarme. Ella parecía absorta contemplando mi cuerpo y así, callada y pensativa, permaneció unos instantes que a mí se me hicieron eternos.
De pronto, como volviendo en sí, se mordió lentamente el labio inferior, me miró felina, y comenzó a deslizar el filo de su puñal por entre el bello de mi pecho. A mí no me excitaba en absoluto aquella situación: solo, en un lugar extraño, desnudo frente a una desconocida que, además, estaba armada, no era, precisamente, la idea que tenía yo de un momento romántico… sin embargo… Sin embargo no podía quitarme de la cabeza como se había mordido el labio inferior. Aquel había sido un mordisco libidinoso y erótico. Había sido algo así como el lametazo de placer que se da un tigre antes de probar la sangre de la presa que acaba de cazar.
A pesar de todo el miedo que tenía, la excitación que me había provocado aquel solitario gesto no tardó en mostrar sus efectos en mi pene desnudo y al descubierto, que olvidando a quién pertenecía y frente a quién se encontraba, comenzó a levantarse lentamente, hasta acabar señalando hacia el agujero de mi ombligo.
No se le escapó esta sublevación de â??miâ? miembro a mi captora, que bajando divertida la vista hacía él sonrió complacida. A sus ojos le siguió el maldito filo de su puñal, que deslizó diestramente desde el principio del tallo hasta la punta con peligrosa insistencia.
Permaneció así, relajada y absorta en esta suerte de caricias durante un rato, observado entusiasmada como mi pene respondía a cada una de sus â??cariciasâ? con un alegre espasmo de placer. Mientras tanto, yo, el resto de mi cuerpo, comencé a recibir las placenteras sensaciones que esas peligrosas caricias estaban trasmitiéndole a mi cerebro, no pudiendo ocultar algún que otro pequeño suspiro de placer, a los que ella respondió con una mirada salvaje y excitada.
Al cabo de un rato levantó el puñal, lo puso frente a mi cara, y me dijo por gestos, que a partir de entonces tenía que bueno si quería conservar mi vida. Después, bajó el filo hasta el nacimiento de mi cuello y lo afianzó con relativa fuerza contra mi piel. Una vez quedó satisfecha con mi actitud sumisa y con el lugar elegido para descansar su puñal, se levantó un poco, se recogió su vestido por encima de sus rodillas y volvió a arrodillarse.
Me sonrió por última vez, me hizo un gesto con su mano libre para que permaneciera quietecito en esa posición o lo pagaría caro, y agachó su cabeza en dirección a mi pene.
El miedo, y también la excitación, me impidieron desobedecer sus ordenes, aunque de poco me hubiera valido, ya que aún cuando instantes más tarde sumergió la mano que no llevaba el puñal por entre sus piernas y los pliegues de su vestido en dirección a los de sus ser, la firmeza con la que tenía asido el puñal contra mi cuello no remitió un ápice.
El tacto de su lengua sobre la piel de mi pene tumbado sobre mi abdomen me hizo olvidarlo todo. Las húmedas caricias de sus labios me sumergieron en una, en otra irrealidad, eso sí, esta vez mucho más placentera, mientras ella jugaba a coger e introducirse en la boca sin ayuda de sus manos mi excitado miembro.
Lamió y besó durante unos deliciosos minutos, mientras con su otra mano jugaba con ella misma. Al principio sus besos y sus lametazos fueron firmes y sedientos, pero a medida que su mano iba doblegando sus ímpetus, sus caricias se volvieron cada vez más suaves y delicadas.
Al cabo de un rato ya no podía seguir besándome con la misma dedicación, ya que sus suspiros, cada vez más seguidos y sentidos, se lo impedían. El tacto de su aliento cálido y húmedo contra mi pene me excitaba casi más que el de su lengua, y la imagen de su cara extasiada sobre mi falo excitado me estaban comenzando a volver loco, aunque a pesar de lo muy excitado que comenzaba a estar no moví un solo músculo de mi cuerpo por tomarla y hacerla mía.
Casi estaba yo ya a punto de correrme como pocas veces lo había hecho antes cuando ella se sacó la mano de entre sus piernas, se levantó lentamente, y sin quitar en ningún momento la punta de su puñal de mi cuello ni hacer amago de quitarse su holgado vestido se situó arrodillada sobre mis piernas.
Girando su cintura hacia atrás, y marcado de paso entre los voluptuosos pliegues de su camisola unos preciosos senos, pasó la mano por detrás de su culo, y agarrando mi pene, lo levantó señalando al techo y se lo introdujo dentro de su cuerpo.
Así, empalada en mi cuerpo, comenzó a moverse lentamente hacia arriba y hacia abajo. La sensación de aquella vagina húmeda y caliente abrazando a mi miembro fue para mí tan agradable como lo es siempre, pero la situación, la punta de aquel cuchillo y el desconocer todo de aquella mujer hizo que fuera aún más excitante y sensual.
No tardó en alcanzar el orgasmo subida sobre mí, y fue precisamente con aquellos movimientos eléctricos y electrizantes que le sobrevinieron entonces, con los que yo terminé por correrme. Fueron instantes de espasmo mutuo, donde ambos tratábamos de aprovechar el más ligero movimiento, el más ligero estiramiento de cada uno de nuestros músculos para darnos más placer.
Al final, ella, extasiada y conmigo aún dentro de su cuerpo, se dejó caer violentamente sobre mi pecho, lanzando el puñal a la otra punta de la habitación.
El golpe de sus pechos contra el mío me hizo abrir los ojos. Frente a mí sus gatunos ojos marrones, sonriendo victoriosa, con el pelo revuelto y el cuerpo cálido: mi novia.
De nuevo en nuestra cama, de nuevo la tranquilidad de la habitación, de nuevo el dulce susurro de las cortinas meciéndole al son de la brisa, de nuevo el espejo callado y oscuro reflejando aquella nuestra habitación en calma a quien se quisiera poner frente a él.
– ¿Te ha gustado?- preguntó mi novia feliz y satisfecha- No te quería despertar, pero es que cuando me levanté y vi tu cuerpo desnudo…
– Me ha encantado, cariño- le dije relajado- pero la próxima vez procura despertarme o espérate a que me acabe el libro que me estoy leyendo sobre el desastre de Annual.
– ¿Qué?
FIN
A Manuel Leguineche, magnífico escritor.