ELENA

 

 

Relatos de Marqueze, venturas y desventuras de un webmaster (II).


– ¿Elena?

La voz en el teléfono del portero automático era clara y fuerte, casi sin acento sevillano y contrastando con la imagen de timidez que tenía de él desde que le conocí en la Universidad.

Me lo había cruzado solamente un par de veces en los pasillos de su facultad donde solía ir a recoger a mi mejor amiga, Lola, para desayunar juntas. Su cafetería era más amplia que la nuestra, la de Farmacia, y así yo aprovechaba para escaparme un rato del ambiente de mi zona. Del ambiente y de la posibilidad de encontrarme sin querer con Andrés, mi ex novio. Habíamos terminado nuestra relación hacía poco, de un modo algo tormentoso y no me resultaba grata la idea de verle.

El novio de Lola me había presentado a Marqueze entre bromas de buena camaradería no exenta de cierto respeto o quizás, un pelín de envidia. Para mí, cualquiera que se atreviese a trastear con ordenadores, lenguajes de programación, redes, etc., me evocaban la imagen de un gurú, un alquimista o , directamente, un mago capaz de sacar un conejo de su PC, a falta de chistera.

– Es Emilio Márquezâ?Š Marqueze. Este chavalote es un figura de la informática y las webs. Llegará lejos, jeje.
– Menos guasa, Juan, y pide otro café para mí â?? sonrió Marqueze.

Le miré. A mí me parecía un típico universitario, callado, con aire algo distraído. Bueno, â??muyâ?? distraído, como si todo el tiempo hubiera estado pensando en un nuevo programa a desarrollar, o lo que fuera que hicieran los informáticos.

Ante las bromas de Juan, Marqueze se limitó a encogerse de hombros y hacer un par de comentarios triviales sobre asuntos de la facultad, como si le resbalara esa admiración mostrada por su compañero. No parecía en absoluto un tipo engreído o pagado de sí mismo, más bien al contrario, una persona muy normal. Me cayó bien por ese detalle, por su impermeabilidad a los halagos y la forma en que hablaba con todos, como uno más del grupo. El tal Emilio debía de ser algo diferente a la imagen de simple empollón despistado que semejaba.

Durante semanas, durante el desayuno, acudieron a nuestra mesa los amigos del novio de Lola. Aunque Emilio apenas volvió a compartir café con nosotros, su nombre salía a menudo en la conversación. Todo el tiempo hablaban de su página; de si había tal o cual novedad; de si las visitas se estaban disparando; de si llegaría a ser la página de habla hispana más visitada y, sobre todo, de Linux.

Yo no sabía ni siquiera que los ordenadores tenían la posibilidad de tener otro sistema operativo que no fuera Windows. Para mí Bill Gates era a la informática lo que Dios a la religión. Las primeras veces que escuché nombrar Linux juro que pensé que era un tipo, como Gates. Claro que también pensé lo mismo de Google. No tengo remedio.

Los PCS quedaban fuera de mi mundo. Había uno en casa, y mi hermano mayor lo utilizaba para jugar como si fuera la Play, y a veces en lugar de la máquina de escribir, con el Word. Eso eran los ordenadores para mí: máquinas de escribir con pantalla y que ahorraban mucho en tipeo.

Lola me fue poniendo un poco al día sobre esos temas, por temor a que la avergonzara delante de sus amigos, supongo, y así empecé a enterarme de más detalles sobre la página de Marqueze y la cómo él dedicaba todo el tiempo que podía robar entre el estudio y un trabajo a tiempo parcial como director de un servidor en Infovía.

La web tenía mucho material sobre Linux, un, según ellos, estupendo sistema operativo de código abierto que los defensores del software libre querían potenciar como una alternativa real a Microsoft y su imperio de titanes. A mí me sonaba a chino.

Yo no había entrado en Internet aún. Había muy pocos privilegiados que pudieran pagárseloâ?Šni soñar con una tarifa plana o las maravillas que pregonan del ADSL. La red costaba, y había que empezar a pagarla con más que sudor.

Algunas amigas comentaban que tenían Internet en casa y yo era usuaria de una dirección de e-mail donde recibía información de algunas listas de distribución universitarias e incluso había visitado algunos chats públicos de ambiente estudiantil. Pero desde los ordenadores de la Uni. No era para nada una internauta.

Mi hermano consiguió un nuevo trabajo fijo y decidió invertir su primer sueldo en un equipo más y conectarse a la red. Para bajar â??materialâ?, según él. Creo que gran parte de ese material tenía curvas vertiginosas. Era como el sustituto de las revistas porno o los calendarios o páginas centrales de Penthouse o Private, con la ventaja de que no había que esconderlos debajo de la cama o de las camisetas en los cajones del armario de su habitación.

Después de las primeras peleas iniciales con mis padres por tener ocupada la línea de teléfono mientras él navegaba dejó de interesarle tanto el juguetito y yo empecé a tener tiempo para curiosear en él. Influyó en ello el conocer a una chiquita de un pueblo cercano a través de un Chat. Al pasar de lo virtual a lo real, mi hermano dejó su máquina a mi disposición.

Cuando me encontré con todo mundo â??a tiro de ratónâ? de pronto caí en la cuenta de que no sabía dónde ir. La red estaba ahí fuera, como una tierra prometida de vaga ubicación. Pero ¿qué dirección teclear en la barra del navegador?. ¿Dónde encontrar mapas que me guiaran en esa singladura y puertos donde recalar?.

Y el nombre de Marqueze acudió a mi memoria.

– â??Vamos a ver la página del timidínâ??, me dije, sonriendo.

El buscador no tardó en hacerme llegar a Marqueze.net.

¡Era una web porno! Menuda sorpresa me llevé.

¿Aquel chico tan callado? ¿Con pinta de empollón despistado? ¿Una web porno? ¡Si aparentaba no tener ni edad para visitarla!. Tanta historia con Linux… y sólo había unos pocos apartados de temas informáticos.

Sentí que me ruborizaba mientras brujuleaba entre sus enlaces. A ratos miraba por encima de mi hombro, como si alguien fuera a observar qué estaba haciendo y sorprenderme dentro de aquel sitio. Era imposible, estaba sola en casa, con la red a mi disposición, y yo visitando, a mis 21 añitos, mi primera web porno.

Estaba por salir de ella, cuando encontré la sección de relatos eróticos. Y me quedé.
¿La gente escribía eso? . Alucinaba. Leí varios, me fui a hacer un bocadillo, volví con él a la pantalla, luego fui a por un refresco, después a por una cerveza. Anochecía, otra cervecita que aún hacía calor.

Y seguí leyendo.

Eran relatos de gente normal, como yo, como mis amigas, como â?Š el tal Marqueze, ése con pinta de ratón de ordenador que caminaba por el campus con aspecto de no haberse hecho una paja en la vida, ¡y parecía que medio país y media América debía hacerse pajas con su apellido de fondo!

Yo no era virgen precisamente. Había tenido un par de novios, y con los dos había tenido relaciones. Con el primero, apenas habían sido un par de polvos. Lo justo para sentirme desvirgada y mujer. Bueno, desvirgada, porque mujer, mujer, me sentía más cuando me ponía aquellos tops tan fresquitos para aguantar el calor del verano en Sevilla y me no sólo silbaban los operarios de las obras sino que desconcentraba, y mucho, a mis compañeros de facultad en clase o en prácticas, incluido algún profesor.

Y es que desde que había adelgazado mi pecho se notaba mucho más. A mí me daba hasta corte a veces destacarlo tanto. Pero con los tops no había elección posible: o me asaba de calor, o lo enseñaba. Afortunadamente, aunque era generoso, todavía podía salir a la calle sin sujetador, alguna ventaja tenía que tener la edad.

Después de aquel primer novio con el que el sexo había pasado sin pena ni gloria, tuve otro con el que la cama era una parte más de nuestros sábados noche: tapas, copitas, revolcón en el coche, besos, entrega a la puerta de mi casa donde yo llegaba como las pizzas de los telepizzeros: demasiado caliente durante demasiado tiempo, para al final enfriarme por falta de atención ante el partido de la tele y terminar recalentada, sin sabor, pero alimenticia.

Así eran mis orgasmos: sin sabor, pero mataban las ganas. Mi chico me dejaba en el portal, me magreaba lo justito para demostrar que aún tenía interés tras el polvete en el asiento traseroâ?Šy se iba, supongo que a reunirse con los amigos que venían de hacer lo mismo y tomar juntos la penúltima cerveza.

Yo subía a casa, me desnudaba y, tumbada sobre la cama, me conseguía el placer que sus caricias no me habían dado un rato antes.

Yo pensaba que eso era lo normal. Entre mis amigas no solíamos hablar de esas intimidades, y, las pocas veces que había surgido la conversación, parecían estar igual que yo.

¡Hasta que me pasé esa tarde leyendo la web de Marqueze!

¿Había gente para la que el sexo era así?. El sexo ¿podía ser así?. De excitante, divertido y maravilloso, quiero decir.

Esa tarde sentí que, de alguna forma, estaba perdiendo de nuevo la virginidad y encontrando en mi interior unas ganas locas de probar cosas nuevas que no había ni siquiera intuido en mis relaciones anteriores.

A la semana siguiente, en mitad del tradicional â??sábado, sabadeteâ?Šâ??, le sugerí a mi chico que me comiera. í?l paró en ese momento lo que estaba haciendo, el tradicional sobeteo de cinco minutos sobre cada uno de mis pezones y me miró, desconfiado, mientras me preguntaba con un tono de voz que no me gustó nada:

– Pero, ¡Elena, por Dios!, ¿de dónde has sacado tú esa idea? Eso es para los que no tienen una polla como la mía para hacerte enloquecer. Si quieres sentir, ya verás cómo te ensarto con esto dentro de un momento.

Y mientras lo dijo se señaló a su miembro, del cual estaba tan ostentosamente orgulloso.
Hasta la semana anterior yo también lo había estado pero unos días de navegación por la web de Marqueze me abrió fronteras, me proporcionó elementos de comparación y sus quince centímetros empezaban a parecerme bastante normalitos. Amén del negligente uso que hacía de ellos y de lo vanidoso y estúpido que me estaba pareciendo él mismo.

– Pero es queâ?Š-me atreví a alegar – hay otras formas de llegar al orgasmo. Leí el otro día en una revista de chicasâ?Š

– Eso es para frígidas, mujer. ¡Tú eres muy normal y muy sana! A ti no te hacen falta esas guarrerías.

¡Joder! Y ¿quién le decía ahora que yo no había tenido nunca un orgasmo con él? ¿Que solamente los tenía al llegar a casa y masturbarme?

No es que yo le hubiese mentido. En realidad él daba por hecho que como él se corría, yo también. Cierto que yo le acompañaba en sus gemidos y jadeos y era porque me gustaba lo que estaba haciendo, claro que sí. ¡Pero yo no llegaba! Y él tampoco me lo había preguntado nunca. Es más, pensaba que si le reclamaba otra atención a mi sexualidad él iba a molestarse, como casi estaba ocurriendo a esas alturas de nuestra conversación.

– Esas revistas son una bobada y no creo que te vayan a enseñar nuevo y, si me apuras, ni bueno. Como no sea alguna sección de cocina y de maquillaje, lo demás puritita basura.

Ahí terminó el tema y comenzó el desastre de nuestra relación. Mi novio era un machista puro y duro, un egoísta integral y un idiota.

Durante aquellos días leyendo relatos había generado todo tipo de fantasías. Me había imaginado a mí misma en el papel de las protagonistas, había añadido escenas, imágenes de actos que nunca había probado y dudaba que pudiera probar algún día. No se lo podía pedir a mi novio, o pensaría que â??no era sana y normalâ??, por no tener un orgasmo tan sólo con su aburrido mete-saca.

Así pasaron un par de semanas más durante las cuales el ordenador de mi hermano pilló un oportuno virus. No había forma de eliminarlo y el antivirus no sirvió de mucho, salvo avisar de su presencia.

El novio de Lola sugirió formatear. Vino un día y nos lo hizo pero ni aún así aquello iba bien del todo. Así que terminó por sugerirnos que nos pasáramos a Linux y nos olvidáramos de los dichosos bichos y gusanos.

Yo, fiel visitante de Marqueze, ya sabía bastante más sobre Linux pero no tanto como para atreverme a cambiar el sistema operativo del ordenata de mi hermano. Le pedimos ayuda al chico de Lola de nuevo, pero estaba muy liado echando una mano a su padre en un negocio que tenían y que exigía toda su atención. Nos sugirió que se lo pidiésemos a Emilio Márquez, Marqueze.

– Es muy majo, seguro que se lo pide una chica tan guapa como tú y viene encantado a instalártelo.

¿Guapa? ¿Yo? Mi autoestima estaba cayendo bajo mínimos aunque mis tops siguieran arrancando miradas de deseo por la calle. Pensaba que mis novios me habían utilizado para sus manipulaciones eróticas sin hacer el menor caso de mí como persona y compañera.

– Además, sé que le caíste muy bien. â?? añadió con un guiño.

¿Le había caído bien a Marqueze?. ¿Se acordaba de mí después de sólo haber compartido un par de cafés con un montón de gente más?

Me ruboricé al escuchar el comentario y, sorprendentemente, me humedecí.

Marqueze para mí era sinónimo de su web y allí era a donde acudía todos los días últimamente, hasta que el dichoso PC de mi hermano había pillado aquel bicho, para animar mi fantasía hasta lubricarme lo suficiente como para no tener que lamer mis propios dedos antes de empezar a darme satisfacción.

Acepté que le pidiera a Emilio que viniera a instalarnos Linux en el ordenador. Estaba disponible el sábado por la noche. Le di la dirección y el teléfono y decidió prepararme para la visita, aunque no sabía a ciencia cierta por qué habría de ocurrir algo especial.

Me había lavado el pelo, acicalado, maquillado y probado cinco combinaciones diferentes de ropa, tal cual si fuera a salir para una cita. Todo se presentaba a pedir de boca: no había nadie en casa; tenía velas; una botellita de vino blanco en la nevera; música preparadaâ?Š Estaba como tonta, ilusionada como una niña pequeña la noche de Reyes, aunque no hubiese razón aparente para ello ni el más mínimo indicio de que Marqueze fuera a… ¡yo qué sé!. Las fantasías, los relatos, las evocaciones de caricias ansiadas me estaban trastornando y mi imaginación se desbocaba. Tranquila, relájate…

Pero fue inútil. Estaba nerviosa, muy nerviosa, cuando él finalmente llamó al timbre del portal. Su voz me puso más alterada aún. No encajaba demasiado en mi recuerdo. Esa voz no era de un muchacho inmaduro perdido todo el día entre teclados y pantallas.

Abrí la puerta y me encontré frente a ese linuxero con aspecto de Billy El Niño. Daba la sensación de no ser ni siquiera visitante de su propia web. Menos aún ser el creador del lugar responsable de las fantasías húmedas de millones de personas de habla hispana.

Era la primera vez que estaba a solas con él, y traté de ocultar mi turbación centrándome en la parte social de su visita: venía a instalarme Linux en el ordenador, era un amigo de amigos haciéndome un favor.

Así que le hice pasar a la habitación, le enseñé la máquina y le dejé trabajando en ella. Yo me senté en un sillón, al otro extremo del pasillo, desde donde podía observarle sin molestar y, esperaba yo, sin delatar mi agitación.

En el mismo momento en que puso sus manos sobre el teclado se concentró tanto que parecía ya no estar presente en este mundo. Así que yo pude disfrutar a gusto mirándole e imaginando todo lo que habría debajo de su ropa, y las diabluras que se podrían hacer con ello: todas esas fantasías que yo recreaba una y otra vez delante de su web y a las que me había entregado durante esos meses.

Cuando me complacía con mis propias manos inspirada por lo que leía en su site no era en mi novio en quien pensaba, sino en ese jovencito callado y concentrado en el ordenador, que no se enteraba de lo que me inspiraba ni de lo que en ese momento pasaba por mi cabeza.

O ¿tal vez sí era consciente? Parecía tan cándidoâ?Š Pero, ¿podía ser cándido y ser porno master? La duda me corroía casi tanto como las ganas de acercarme a él.

Así que por fin me levanté de mi sillón, me acerqué a él y le pregunté:

– Emilio, ¿te apetece tomar algo…?

Se volvió a medias, apartando sus ojos del monitor y, por la forma en que me miró mientras le hablaba, fui incapaz de decir una sola palabra más. Me ruboricé tanto que estoy segura de que mi pelo negro también se puso como un tomate.

í?l respondió, pícaramente:

– De la cocina no.

Me había dado el pie, era evidente por su sonrisa, yo le respondí con la mía, pero no me atreví a seguirle el juego. Me gustaba, me gustaba mucho. Y me apetecía. Pero ¡era un porno master! y yo casi una novata en el sexo. Me moría de ganas de coger ese cebo que parecía colgar de sus palabras y morderlo hasta el fondoâ?Š pero me daba vergíŒenza, ¡me sentía como una virgen mojigata a su lado!

– Ya, pues si no es de la cocina, no sé quéâ?Š-farfullé mientras intentaba mantener el tipo sin parecer una imbécil.

Emilio se levantó, me miró directamente, con una mezcla de risa contenida y una chispa que a mí me pareció de deseo, y comentó:

– Esto tiene para unos minutos mientras se carga. ¿Hay algún bar abierto por aquí a estas horas?

– En la avenida, a la vuelta de la esquina â??le informé.

– Pues no toques nada, que vuelvo enseguida. Voy a por tabaco.

Salió y me dejó allí de pie, mirando el PC que él estaba programando para mí, con cara de idiota.

Pasaron unos pocos minutos que a mí se me hicieron eternos y llamó de nuevo a la puerta.

– ¿Elena? Soy Emilio, ábreme.

Y esta vez la voz era incluso más rotunda. Tenía un tono de petición que encubría acaso una orden más profunda e infinitamente más peligrosa.

Su â??â??ábremeâ??â?? liberó las espitas de mi deseo cada vez menos contenido, y empezaba a alegrarme de haberme puesto una falda vaquera, en lugar de los pantalones que utilizaba a diario para ir a la facultad, porque me estaba sintiendo tan húmeda que creo que hubiera traspasado la ropa interior dejando una mancha delatora en la tela.

Abrí la puerta, jurándome a mí misma que si me daba otro pie como el de antes, lo tomaría: el pie, su pierna, ¡hasta el muslo entero!

Emilio entró, llevando en la mano una botella de cava.

– Copas ya tendrás, ¿verdad? â?? me preguntó.

– Pero ¿no decías que ibas a por tabaco?

– No fumo. â??respondió tajante con una sonrisita enigmática. – Nunca he fumado. Estropea mucho el sabor de los besosâ?Šy a mí me encanta besar. Casi, casi, más que programar.

Y durante todo el tiempo en que habló de besos, no dejó de mirarme los labios que se me abrieron involuntariamente.

Me lancé sin pensar a esa piscina que parecía su boca. No era demasiado alto, justo como a mí me gustaban los hombres: con la altura adecuada para comértelos a besos sin tener que estirarte en posturas inverosímiles.

Fue un beso interminable. Nuestros labios se tocaron al principio levemente, como se palpan las caras los ciegos con las manos para reconocerlas, como si fueran viejos conocidos y quisieran saludarse. Nuestras lenguas les siguieron, y danzaron una alrededor de la otra, en un baile de cortejo que culminó con nuestras respiraciones jadeantes y nuestras rodillas temblorosas.

-Voy a por esas copas â?? le dije cuando conseguí recuperarme y ser capaz de hablar.
Y me dirigí hacia la cocina a como flotando.

No recuerdo ni cómo conseguí encontrar las copas, guardadas desde la última Navidad, pero lo hice, y llegué con ellas al salón.

Entré y no le vi. Me sentía algo tonta con aquellas copas en la mano, sin saber qué hacer con ellas. La botella estaba sobre la mesa baja pero, ¿y Emilio?

– Sshhhâ?Šno te muevas â?? me susurró de pronto su voz a mi espalda – Ni hables, ni te muevasâ?Š

No hubiera podido, aunque quisiera hacerlo. Su boca había empezado a recorrer el escote generoso de mi camiseta anudada al cuello, que ofrecía mi espalda semidesnuda para sus labios, y sus besos deslizándose hacia abajo con la misma diligencia con que había estado tecleando momentos antes en el ordenador de mi hermano, me estaban descubriendo una parte de mi cuerpo que yo desconocía como fuente de placer: ¡mi espalda!

Nunca me la habían besado. Bueno, tal vez un beso rápido en mitad de una vuelta, un giro, un camino a otra parte más interesante, pero nadie se había detenido a mimar a mi espalda como él lo estaba haciendo.

Empecé a gemir suavemente, sin poder evitarlo, sin querer evitarlo de hecho, abandonándome a los escalofríos de placer que provenían de mi parte trasera. Estaba empapada, notaba mi intimidad húmeda y chorreante, ¡y ni siquiera me había tocado aún por debajo de la ropa!.

– Cuidado, no vayas a tirar las copas. â??me recordó él al notar que las balanceaba con descuido con la mano derecha.

¿Cómo podía acordarse de las copas? Yo no sentía nada más que su tacto en mi espalda. Estaba concentrada en los mensajes que me enviaba mi piel, que parecía arder con sus caricias. Pero aquello no había hecho más que empezar.

Yo llevaba un sujetador sin tirantes y, su juego con mi escote posterior le llevó muy cerca del broche. Me lo abrió y lo sacó hacia arriba, en un movimiento cadencioso, sin alterar para nada el ritmo de lo que estaba haciendo, como quien ejecuta una sinfonía. Así sentía yo mi piel: un piano bien afinado bajo sus manos adiestradas para proporcionar placer.

Sus manos, su bocaâ?Š no tenía tiempo de reconocer qué parte de él me estaba derritiendo, pero lo hacíaâ?ŠÂ¡vaya si lo hacía!.

Al sentir caer el sujetador al suelo, esperaba que atacara mis pechos, ahora libres para élâ?Š pero no hizo eso. Siguió bajando, un beso, otro beso, un mordisco, un lametónâ?Š deslizando su mano por debajo de la camiseta, hasta llegar al borde de mi falda.
Ahí jugueteó unos instantes que se me hicieron eternos, hasta que decidió colar a la vez sus manos por arriba y por debajo de su límite. Notarlas jugueteando con la cinturilla de mi tanga me arrancó un gemido tan intenso que él no pudo evitar decirme en un susurro:

– ¡Ya, yaâ?Š! Ya falta, poco, princesa.

¿Poco? â?Š ¿Para qué? â?Š..

En realidad, no podía pensar demasiado. Toda mi atención estaba concentrada en no dejar caer las dichosas copas de mi madre y en disfrutar de aquel arco iris de sensaciones que estaba desplegando ante mis ojos atónitos.

Emilio se arrodilló detrás de mí y me subió la falda. Sin más preámbulos apartó a un lado mi tanga para llegar con su lengua a mi sexo, tan sediento de su contacto como empapado estaba.

No me lo podía creer. Ni siquiera habíamos vuelto a besarnos, no había intentado ni que yo le tocase, yo continuaba con mis manos ocupadas con las copas mientras él convertía el centro de mi ardor en una fuente de placer como nunca hubiera imaginado que pudiera existir.

Era la primera vez que un hombre besaba mi cueva acogedora y sentirle manipulando mis labios sin dientes, mientras empezaba a gemir él mismo, me volvió casi loca. Tenía ganas de besarle, de morderle, de comerle. Quería demostrarle todo lo que sentía por él en ese momento, pero no me dejó. Sus manos me obligaron a continuar en la misma posición, soportando el placer que me estaba regalando, que era tan grande que casi parecía un castigo.

Seguía y seguíaâ?Š En cuanto yo pensaba que estaba a punto de morirme de gusto se movía, cambiaba un poco el ritmo de sus lametones, y ¡volvía a sentir más y mejor!.
Era como un crescendo constante, como una montaña rusa de placer, con sus subidas, sus curvas, sus bajadas, sus vueltas a subir, a subir, a subirâ?Š hasta quedarme en la cima de un orgasmo que me sorprendió tanto que me hubiera caído al suelo de no estarme sujetando Emilio.

¿Aquello era posible? ¿Con un hombre? ¿Tan fácilmente? ¿Sin siquiera haberse desabrochado él la camisa? ¿Sin haberme pedido que le tocara?.

Respiré profundamente unas cuantas veces, y cuando conseguí controlarme, bajé la vista para encontrarme con un Marqueze algo despeinado, con una sonrisa divertida y traviesa.

Se había dado la vuelta, y ahora seguía arrodillado, a mis pies, pero delante de mí, respirando justo al lado de mi coño tembloroso y mojado.

– ¿Por qué has hecho eso? â?? le pregunté, confusa.

– Porque soy muy caballeroso. Las damas siempre primeroâ?Šsobre todo en la cama.

Y le intuí una amplia sonrisa mientras hacía esa declaración, porque volvió a hundir su cara en mi centro, esta vez buscando desde mejor acceso mi clítoris ya hinchado y prominente, más sensible y descarado a cada minuto.

Por fin me quitó las copas de la mano, me señaló al sofá cercano y, mientras yo conseguía llegar hasta allí, temblando todavía, abrió la botella con la misma facilidad con que me había abierto a mí las piernas unos momentos antes para colarse entre ellas.

Un poco de cava se desbordó de una copa y le manchó la mano. Emilio se giró y me la ofreció a lamer. Encantada de por fin poder corresponder a sus atenciones, lo hice, succionando sus dedos uno a uno, y quedándome con el pulgar en la boca. Tal como había hecho un rato antes con su beso, lo pasó por mis encías, por los lados de mi lenguaâ?Š jugaba a escaparse y yo a no dejar que se fuera, lo quería, lo quería dentro de mí, de mi boca, de mi coñoâ?Š

– ¡Métemelo! â?? me escuché a mí misma pedirle con voz ronca. Yo nunca había dicho algo así a ninguno de mis novios, ni siquiera se me habría ocurrido hacerlo. Pero Emilio no era uno de mis poco experimentados y muy ansiosos amantes anteriores. De eso ya hacía rato que me estaba dando cuenta.

Así que me tumbó en el sofá, subió mis piernas sobre el reposabrazos para tener un mejor acceso a mi coño hambriento de su hombría, y bebió un sorbo largo de su copa.
Con el líquido en su boca me besó en mi entrada, y dejó que los jugos que brotaban de mí se mezclaran con los que salían de entre sus labios, aprovechando la lubricación para introducir su pulgar dentro de mí, tal como le había pedido.

Durante los siguientes minutos, no fui muy consciente de qué estaba haciendo. Las sensaciones desde mi triángulo inferior me inundaban en sucesivas oleadas de placer y sorpresa. Si poco rato antes me había sentido en una montaña rusa, ahora me sentía cabalgando a lomos de una moto acuática, abriendo puño a fondo y deseando que aquello no terminase.

Notaba sus otros dedos jugar a ratos con mi clítoris, en golpeteos rítmicos, o bien pellizcos suaves y sorpresivos. En otro momento, era su lengua la que recorría mis labios inferiores con parsimonia, con deleite, con una tranquilidad que nada tenía que ver con la fuerza con que me estaba follando con su mano. Porque sí, aquello era follarme. Y me gustaba más que ninguna otra cosa que me hubieran hecho antes. Me sentía tan liberada, tan dueña de mi placer, por primera vez en mi vidaâ?ŠÂ¡a pesar de ser las manos de otro las que estaban tomando posesión de mi cuerpo!.

Pero con Emilio me sentía en una forma extraña. No me estaba usando, yo no era un cacho de carne para el disfrute de mi novio, ese mezquino â??machitoâ? que creía saberlo todo sobre el placer de las mujeres y la forma â??correctaâ? de obtenerlo y no era más que un patán ignorante y egoísta. Ahora era yo la que recibía todo el placer, mi cuerpo era el instrumento para proporcionármelo y Emilio simplemente un virtuoso director de orquesta invitado a deleitarme con la mejor sinfonía que podía sacar de mí.

Empecé a pedir que aumentara la velocidad, intuyendo la llegada de un segundo orgasmo que fue tan fuerte que pensé que no se terminaba nunca la meseta del clímax.

– ¡Más, más, más! â??me escuché gritar mientras le atraía hacia mí y le besaba con pasión.

Y me complació. Me dejé derrumbar sobre los cojines, tras sentirme más empapada que nunca, más satisfecha que nunca, más mujer que nunca.

Tanto que empecé a ronronear y me abracé a él, con más ganas de mimos que de sexo, porque en ese momento me sentía ahíta como nunca, incluidas mis más memorables masturbaciones.

– Lo siento â??le susurré mientras me acariciaba el peloâ??Tú aún no has tenido tu parte. Pero me has dejado tan satisfecha, tan flojita, que me tiemblan las piernas, me siento como de algodón. Nunca antes, te lo juro, me habían hecho lo que tú me acabas de hacer. Creí que iba a morirme.

Me desperecé como una gatita, dejando mis pechos a pocos centímetros de sus labios, en una mezcla malévola de relax, abandono y provocación. Me sirvió una copa de cava y brindamos. El líquido dorado cayó por mi garganta aliviando el calor que sentía. Mi boca estaba repentinamente seca y el gas de las burbujas me subió hasta la nariz arrancándome un estornudo. Los dos reímos con ganas: relajados, contentos, compenetrados, en una palabra, cómplices.

Fui consciente de que cada uno de mis gemidos había sido sincero, cada temblor de mis muslos respondió a las sabias caricias de mi amante, no a un deseo de hacerle sentir â??muy hombreâ?.

Reflexioné que había sido un encuentro distinto a los que describían algunos relatos. Quiero decir, estuve excitada hasta grados insospechados para mí, pero a la vez que Emilio me invadía y jugaba con mi cuerpo según su voluntad, me vi mimada, tratada con exquisita ternura. Había estado atento a cada jadeo, cada movimiento de mi cuerpo para redoblar sus esfuerzos en hacerme sentir deseada y rozar el éxtasis.

Le besé nuevamente, miré sus ojos, limpios, sinceros y a la vez pícaros. Sus manos comenzaron nuevamente a jugar con mi piel…

Estaba tan relajada que mis párpados comenzaron a entornarse. Una sensación de tibieza y abandono, un peso en las piernas totalmente nuevo para mí…

– Emilio… me quedaré dormida si me sigues arrullando así, diablillo… Y ¿tú?. Quiero corresponderte por todo el placer que me has dado. Pero me has dejado muerta, de verdad…

– No importa â??me respondió, mientras me besaba los párpados con infinita ternura â?? Una mujer como tú no es para una sola botella, una sola noche. Haberte podido regalar tus orgasmos es todo un honor. Ya me cobraré los míos. Duérmete tranquila, cerraré la puerta al salir.

Me desperté de madrugada, dudando de si todo había sido un sueño. Pero no: estaba semidesnuda bajo una manta con la que Emilio me había arropado antes de irse y, al fondo de la habitación, en el ordenador de mi hermano, junto a una botella de cava vacía y un par de copas, lucía el famoso logo de Linuxâ?Š

No lo había soñado.

Mejorâ?Š Así habría posibilidad de repetirlo.

Autor: Emilio Márquez
Mail: marqueze@marqueze.net

Author: puta-anal

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