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—¡Hombre, Marta! ¿A qué debo este honor? —de repente se me ocurrió que no era normal que la mujer de mi amigo me llamara por teléfono, no lo había hecho nunca—. ¿Sucede algo? —pregunté, preocupado.
—¿Podemos vernos hoy? —inquirió sin responder.
—Me estás asustando Marta… ¿Va todo bien? ¿Y Mario?
—Mario está de viaje, como siempre, y yo… Mira, no quisiera hablar de esto por teléfono. ¿Cómo tienes la tarde?
—Bien —en realidad tenía dos compromisos de trabajo, pero podía cambiarlos.
—Hay un sitio en… (me dio una dirección) Se trata de una cafetería. ¿Te viene bien a las ocho?
—Sí, por supuesto —accedí—. Pero… ¿no puedes adelantarme algo?
—Luego, Dany. Mejor en persona.
—De acuerdo. Nos vemos a las ocho.
Estaba a punto de colgar, cuando escuché que decía algo que no pude entender, al haber separado el teléfono de mi oído.
—¿Has dicho algo, Marta? —pregunté, volviendo a acercarme el auricular.
—Sí… (Pausa) Que, por favor, no hables con mi marido de esto hasta que nos veamos.
Eso era justo lo que iba a hacer a continuación.
—De acuerdo, Marta. No haré nada hasta que hablemos.
Colgó.
Me quedé pensativo unos instantes. Yo sospechaba, por detalles que se le habían escapado alguna vez, que mi amigo tenía un concepto un tanto relajado de las palabras “fidelidad conyugal”, aunque no me constaba nada en concreto. Si es que este era el problema, salvo que Marta quisiera que le sirviera de paño de lágrimas, no se me alcanzaba que podía hacer yo.
Pero había más posibilidades, no sé si peores aún. Por ejemplo, que Mario se hubiera “enganchado” a las drogas. No había visto nada raro en él, pero nunca se sabe… O que tuviera problemas de dinero. Aunque en ese caso, probablemente me habría comentado algo, o incluso me habría pedido ayuda.
Me encogí de hombros. Quedaban algo más de seis horas hasta la cita con Marta. Ya me contaría que era eso que le hacía estar tan seria, porque su voz sonaba preocupada, nada que ver con la Marta risueña que yo conocía y apreciaba.
Levanté el teléfono. Tenía que hacer unas llamadas…
El taxista no tenía ni idea acerca de cómo ir a la cafetería en la que había quedado citado con Marta. Menos mal que existen los navegadores GPS. Finalmente, tras más de media hora de trayecto, depositó mis intrigados huesos en un barrio de clase media para mí desconocido, lejos también del domicilio de mis amigos.
El establecimiento era lo que cabía esperar en aquel sitio, ni cutre, ni el colmo de la elegancia y sofisticación. Dos hombres tomando café en la barra. Dos mesas ocupadas, una por dos mujeres mayores, otra por dos chicos y una chica. Y Marta no estaba.
Consulté el reloj: las ocho menos doce minutos.
Me senté en una mesa apartada, en un rincón, y pedí una cerveza.
Las ocho y cinco. Bebí el resto de la copa, e hice una señal al camarero, que depositó sobre la mesa otra al cabo de unos segundos.
Las ocho y diez, y Marta sin aparecer.
Las ocho y trece.
Las ocho y diecinueve.
Se abrió la puerta, y, ¡por fin! Marta me buscó con la vista, viniendo en mi dirección.
Me puse en pie, y deposité dos besos de cortesía en sus mejillas.
Las esposas de mis amigos son tabú, pero eso no obsta para que deba reconocer que Marta es un verdadero bombón, con su rostro normalmente sonriente (ahora muy serio) sus cabellos de color castaño claro con mechas rubias, sus ojos verdes, sus pechos cónicos, altos y juntos, su cintura estrecha, sus caderas rotundas, su trasero redondito, sus muslos incitantes, y sus largas piernas.
—¿Qué te apetece tomar? —le pregunté haciendo una seña al camarero.
—Un té estará bien —dijo, evitando mirarme a los ojos.
—Pues tú dirás. Te confieso que he estado inquieto desde tu llamada. ¿Es algo serio?
—Es que no lo sé, Dany. —Hurgó en su bolso, del que terminó extrayendo una ficha, que puso sobre la mesa.
Solo había visitado un casino una única vez, pero aquello tenía la pinta de ser una de las piezas de plástico que se usan en vez de dinero. Tenía un borde algo más grueso, de color negro, mientras que el interior era blanco. En una de las caras, en lugar de su valor en euros, había una cifra en relieve: 143. En la otra, un holograma: mirando en una posición, se veía algo parecido a unos visillos. Si la girabas ligeramente, aparecían las letras “HC” difuminadas, como si las cortinas se convirtieran en traslúcidas.
—Pues yo tampoco tengo idea, cariño. Como supongo que tú has imaginado, parece ser una ficha de un casino. ¿Tiene Marcos problemas con el juego?
—Eso es lo primero que pensé, pero no creo… He revisado las cuentas bancarias, y no hay ingresos ni retiradas de fondos anormales. Las tarjetas de crédito tienen muy pocas disposiciones y de pequeños importes, todas en comercios, ninguna de efectivo, y el saldo está muy lejos del límite. Así que… —se encogió de hombros—, no sé qué pensar.
Medité unos segundos cómo decir lo que estaba rumiando sin ofender a Marta. Al final, decidí que no había más que una forma:
—¿Has preguntado a Marcos?
Marta compuso un gesto de fastidio.
—No, y te diré por qué. La ficha o lo que sea cayó de sus pantalones cuando estaba revisando los bolsillos para llevarlos a la tintorería. Me chocó, pero no le di mayor importancia, y me olvidé de ella. Comencé a dársela cuando esa tarde apareció mi marido antes de lo acostumbrado, y se puso a hurgar en el ropero como un poseso. Luego preguntó si había llevado algún traje suyo a limpiar. Cuando le dije que sí, farfulló una excusa, y salió. A la vuelta, parecía preocupado, y me dirigía miradas pensativas de vez en cuando. Vamos a ver, Dany: suponte que esto —mostró la ficha en la palma de la mano— tiene un significado inocente, aunque no se me ocurre cuál. Lo lógico habría sido que me preguntara algo cómo “¿has encontrado una especie de ficha en mi ropa?” Yo le habría respondido que sí, y él me habría explicado de qué se trata. —Cerró el puño, ocultando el círculo de plástico—. El hecho mismo de que no me haya preguntado, y de que se fuera a la tintorería sin decirme nada, (porque estoy segura de que a eso salió) es lo que me hace sospechar.
Hizo una pausa.
—Es la primera vez en el tiempo que llevamos casados que me oculta algo, y temo… —se enjugó una lágrima con un pañuelito, sin terminar la frase—. Te llamé porque tenía la esperanza de que, no sé, o Marcos te hubiera hablado de… esto, o tú supieras de qué se trata.
—Pues no, Marcos no me ha dicho nada, y no tengo ni idea de qué representa. Creo que debes descartar que se trata de juego o drogas, por lo que me dices de las cuentas bancarias y demás… —Lo pensé unos segundos—. Conozco a un tipo que se gana la vida como detective privado, y me debe un favor…
—No, no quiero que le hagas seguir —me interrumpió—. Puede advertirlo, y…
—No estaba pensando en eso, sino en preguntar a mi amigo como si la hubiera encontrado en la calle. A lo mejor…
Así quedamos.
—¡Qué cosa más curiosa! —exclamó Jorge haciendo girar el plástico entre los dedos—. No tengo ni la más repajolera idea acerca de su significado. Una ficha de casino, no creo, porque resulta muy raro que su valor sea de 143 euros. Y, que yo sepa, ningún casino legal tiene este logo. Mmmmm.
—¿Me olvido de ello entonces? —le pregunté.
—Me has picado la curiosidad. Voy a hacer una cosa: tengo un amigo en la policía, que estuvo metido el año pasado en el desmantelamiento de timbas ilegales, e igual puede darme alguna información. ¿Puedo quedármela?
—Por supuesto, y te agradezco que te prestes a hacer averiguaciones —repliqué—. Te debo una.
—Yo sí que te debo a ti… Los amigos están para las ocasiones —afirmó, palmeándome el brazo.
—Aún nada, Marta —informé a la mujer de Marcos—. Pero mi contacto va a hacer un par de gestiones, y me dirá algo. No te preocupes, que en cuanto tenga la más mínima información, te llamo.
—No sabes cuánto te lo agradezco —dijo ella antes de interrumpir la comunicación telefónica.
Había quedado con Jorge a las siete de la tarde, en el bar que frecuentábamos en nuestros tiempos de Universidad. Faltaban dos minutos para la hora cuando entré, pero mi amigo ya estaba esperándome.
Nos saludamos, semiabrazo varonil con palmaditas en la espalda incluido.
—¿Qué estás bebiendo? —pregunté.
—Malta, sabes que me pirra —sonrió.
—Otro para mí —ordené al barman, que estaba esperando ante nosotros.
Nos sentamos en una mesa con nuestros vasos.
—Imagino que si me has llamado es porque has averiguado algo —afirmé, entrando en materia, después de unos minutos hablando de lugares comunes.
—Pues sí. Pero no es nada del otro mundo. Te explico: se trata de un club muy exclusivo, donde al parecer se reúnen los socios a tomar una copa y charlar. Fue objeto de una investigación el año pasado, porque tenían un soplo sobre blanqueo de dinero, pero los maderos no encontraron nada, y lo dejaron correr. El plástico —me pasó la ficha— es una especie de contraseña. Quién tenga una, puede entrar. Si no dispones de ella, tienes que solicitar el ingreso, y necesitas el aval de otros dos socios. Tengo anotada por algún lado… —rebuscó en los bolsillos, hasta dar con un papel doblado, que me pasó—. Esta es la dirección.
—Te has portado, tío —afirmé—. Esto es para ti —le pasé una caja que me había costado un ojo de la cara.
—No tenías que haberte molestado… —quitó el papel de envolver de los grandes almacenes, y abrió los ojos como platos—. ¡MacAllan 18 años Fine Oak! Te habrá costado un “pastón”. Tú sí que te has portado…
—Es lo menos que podía hacer —respondí, pensando en los casi 400 que había pagado por la botella.
En esta ocasión, Marta solo se retrasó cuatro minutos. Habíamos quedado en la misma cafetería de la vez anterior.
Después de los besitos de rigor, me interrogó con la mirada. Seguía con un gesto de preocupación, como en nuestro anterior encuentro.
Aún hubo de esperar hasta que el camarero tomó nota (té para ella, un whisky para mí) antes de que yo pudiera contarle el resultado de mis pesquisas.
—La cuestión es, Dany… —comenzó, cuando yo terminé mi relato—. Parece que se trata de algo inocente, por lo que me dices. Dos preguntas: una, ¿por qué tanto misterio por parte de Marcos? Y dos, ¿no habría sido lo lógico que cuando se… asoció o como se diga, me lo hubiera dicho? Y ya puestos, que me hubiera llevado alguna vez a ese club. No, Dany. Aquí hay gato encerrado…
—He hecho algo más: he estado allí. Nada delata en el exterior que se trate de un club. Solo hay una fachada pintada de negro, con una puerta del mismo color. ¡Ah!, y una cámara de seguridad. Por no haber, no hay ni timbre. En la media hora que estuve enfrente, dentro de mi coche, no entró ni salió nadie, de modo que… —Me encogí de hombros.
—No sabes cómo te agradezco tu preocupación —dijo Marta, poniendo una mano sobre una de las mías—. Ya solo me queda una opción: tratar de entrar.
—Te queda otra, que te recomendaría: háblalo francamente con Marcos.
—No, mientras no sepa de qué se trata —replicó ella con gesto decidido.
—¿No puedo hacerte cambiar de opinión? —Marta negó con la cabeza—. Bueno, en ese caso… El problema es que no sé si abren todos los días, ni a qué horas. Lo digo, porque si vas a ir, mejor acompañada. No sabemos qué te puedes encontrar.
—En serio, Dany, no puedo pedirte eso…
—Tú no me lo has solicitado, me he ofrecido yo. Mmmm. Veamos. Lo lógico es que los viernes por la noche… Pero eso es un problema, porque Marcos estará en casa.
—Este viernes no; anda en una especie de gira por Estados Unidos, y precisamente el fin de semana le va a aprovechar en ir de Nueva York a Los Ángeles.
—Bueno… —sonreí—. ¿Cómo es el dicho aquél? ¡Ah, sí! “Si no puedes impedirlo, relájate y disfruta”. Ahí es nada, ir a un club privado del brazo de la chica más bonita de la ciudad…
—¡Payaso! —sonrió, y me empujó ligeramente por el hombro.
—¿Cómo quedamos? —pregunté.
—Aquí mismo, a las… mmmm ¿Las diez de la noche?
El famoso club estaba en la otra punta de la ciudad, pero no dije nada. Marta tenía muchas razones para no querer que algún conocido pudiera vernos si iba a buscarla a su casa, estando su marido ausente.
«¿Y ahora qué?» —me dije, parado ante la puerta negra.
—¿Qué desean? —preguntó una voz metálica cuyo origen no pude establecer.
No sabía qué responder. Se me ocurrió mostrar la ficha de plástico a la cámara. Un par de segundos después, el chasquido de un cerrojo eléctrico me indicó que había hecho lo que se esperaba que hiciera.
—Estoy acojonada —susurró Marta con voz medrosa, mientras traspasábamos el umbral.
—Mujer, un club privado no debe ser nada raro. Como me dijo Jorge, gente elegante tomando una copa y charlando… Por cierto, estás preciosa con ese vestido. —Marta me apretó el antebrazo.
Tras franquear la puerta metálica, y recorrer un corto pasillo con poca iluminación, ante nosotros se abrió otra ornamentada de madera, que daba paso a una especie de recibidor de dimensiones reducidas. Había un cartel elegantemente enmarcado, “Sólo socios. Reservado el derecho de admisión”. Traté de no sonreír. Una vez había comido en un club en Londres, invitado por el CEO de una empresa británica, y la persona que nos recibía aquí tenía el mismo aspecto que la especie de mayordomo de allí.
—Buenas noches, señores —dijo el hombre—. ¿Los señores van a utilizar el área privada?
«¡Ostras! —me dije—. ¿Y eso qué cojones es?».
—Quizá lo decidiremos más tarde —respondí sin comprometerme.
—Está bien —aceptó—. Si tienen la amabilidad de acompañarme…
Abrió otra puerta, y nos encontramos en una especie de bar decorado con madera oscura por todas partes. Cuadros que tenían toda la pinta de ser originales, paisajes marinos o de montaña en su mayor parte. Luces tenues, que conferían al ambiente un tono íntimo, aunque no se podía decir que estuviera en penumbra. Mesas y sillones con aspecto de antigüedad, algunas de ellas ocupadas fundamentalmente por parejas, aunque había también dos hombres y una mujer en una de ellas. Al fondo una barra de bar estilo “años veinte”, ante la que en aquel momento solo había una pareja, y en el extremo más alejado, un grupo formado por dos mujeres y un hombre. Todos gente guapa, muy bien vestida: los hombres con ternos oscuros, las mujeres trajes de fiesta. Agradecí que, sin ponernos de acuerdo, la ropa de Marta y la mía no desentonaran en absoluto.
—Si desean alguna cosa, o si finalmente deciden pasar al área privada, no tienen más que indicárselo al barman —dijo el hombre aquel, con una inclinación de cabeza, dejándonos solos.
—¿Lo ves? —dije a Marta mientras nos acercábamos a la barra—. Nada que deba preocuparte. Tomamos una copa, y nos vamos…
—¿Y lo del “área privada”? —preguntó entre dientes.
—Pues solo hay una manera de saberlo: decirle al mayordomo que sí, que los señores quieren acceder —repliqué en tono de chanza—. Pero en serio, Marta, creo que ya hemos visto suficiente, y deberíamos irnos.
—De eso nada —susurró mi acompañante—. Quiero llegar al final de esto.
Más o menos a los dos minutos de estar allí, ante una copa en mi caso, y un refresco de cola en el de Marta (que, por cierto, intenté pagar, pero el barman me miró como si yo fuera un extraterrestre, y rehusó coger el billete que le ofrecía) el varón de la pareja de la izquierda de la barra sonrió en nuestra dirección, e hizo un gesto de saludo con la mano, que correspondí.
Inmediatamente, la mujer vino hacia nosotros, y nos besó a ambos en las mejillas, como si nos conociera de toda la vida.
Le di un buen repaso con la vista. Rubia natural (lo digo porque las cejas eran del mismo color que sus cabellos) algo más delgada que Marta, pero con un cuerpo proporcionado. Un gracioso rostro, en el que resaltaban dos ojos de color aguamarina. Algo escurrida de caderas, lo que compensaba con un trasero muy bien puesto, y piernas largas, la mayor parte a la vista, dado lo corto (cortísimo) de su falda estrecha. Su traje de fiesta poseía un escote en pico que le llegaba casi al ombligo, y que apenas cubría dos pechos nada despreciables, que se mantenían tiesos sin necesidad de sujetador, y se bamboleaban de una forma muy sugerente cuando caminaba.
—Podéis llamarme Violeta —informó la chica—, y mi marido es Aster.
«Curioso: ambos tienen nombres florales» —me dije.
—Ella es Anémona —señalé muy serio a Marta, que me miró con extrañeza— y yo Narciso.
—No os había visto nunca por aquí —afirmó ella.
—Es la primera vez —aclaró Marta.
Hizo una seña al que ella había definido como su marido, que se acercó, y me estrechó la mano, besando después a Marta en las mejillas.
No pude evitar el respingo: la tal Violeta me estaba tentando el “paquete” con todo disimulo, sin que su expresión hubiera variado en absoluto.
—Estábamos pensando en irnos, hasta que os vimos —informó el hombre—. Supongo que pasaréis al área privada, ¿no?
—No —salté yo.
—Sí —dijo Marta al mismo tiempo.
El matrimonio nos miró con cara de confusión. Marta me pisó discretamente un pie.
—En realidad, lo que quería decir es que pensábamos esperar un poco más, pero ahora… —expliqué.
—Entonces, ¿nos acompañáis? —preguntó Violeta.
—Sí —afirmó Marta con gesto decidido.
El tal Aster llamó la atención del barman, señalando después hacia unos cortinajes, al fondo del salón, en los que no había reparado. El hombre metió una mano tras la barra, (posiblemente un mando a distancia) y las cortinas comenzaron a descorrerse. Marta se colgó de mi brazo, empujándome en dirección a ellas, unos pasos por detrás del matrimonio floral.
—Creo que no es una buena idea —susurré a Marta.
—¿Después de ver como la florecilla esa te palpaba la bragueta? —preguntó entre dientes—. Te dije antes que quiero llegar al final, y eso es lo que haremos.
El “mayordomo” nos esperaba tras una puerta que las cortinas habían ocultado hasta ese momento.
—Bien, —dijo el empleado—. Ya conocen el procedimiento, pero se lo repito por si acaso: en el interior no están permitidos teléfonos móviles ni cámaras; les ruego que las depositen en el casillero. Pueden utilizar, si lo desean, las máscaras y antifaces que ven a su derecha, para proteger su anonimato. No se preocupen, no se reutilizan —probablemente había advertido un leve gesto de repulsión por mi parte—. Que disfruten de su estancia —concluyó.
—¿Qué habíais pensado? —preguntó Aster mientras depositaba su iPhone en el casillero marcado con el número 57.
—Quizá… —dirigí una mirada indecisa a Marta—. Primero dar un vistazo general, antes de decidir…
Marta y yo dejamos nuestros smartphones en el 143. Los cuatro tomamos antifaces que nos cubrían parcialmente el rostro.
Franqueamos una nueva puerta, que nos dejó en un corto pasillo, en el que había otras tres rotuladas “señoras”, “caballeros” y “vestuarios”. Al fondo, un nuevo salón de dimensiones parecidas al anterior, de decoración más moderna que el otro. Una larga barra de bar ocupaba la totalidad de una de las paredes. En la otra, una serie de sofás idénticos, forrados de lo que me pareció polipiel de color blanco, con pequeñas mesitas ante ellos, cubiertas de una profusión de vasos y copas. Tras la barra, tres chicas, ninguna de más de veinticinco años… con los pechos al aire (más tarde advertí que, en realidad, estaban completamente desnudas)
Ante la barra, o sentados en los sofás, algunas personas, casi todos con el rostro oculto por máscaras como las nuestras. Había algunos trajes y vestidos de fiesta, como en el primer salón, pero también un repertorio de lencería sexy en las señoras, bóxers de cuero o tela en los hombres… Esto, los que llevaban algo encima, porque una pequeña parte de los asistentes estaban simplemente en pelotas.
—¡Será cabrón! —musitó Marta entre dientes. Obviamente se refería a su ausente marido.
—Ahora sí que creo que deberíamos irnos —susurré a su oído, tratando de colocarme discretamente la erección más que regular, producto de la conciencia del significado real de las palabras “área privada”—. Creo que ya tenemos una idea acerca de lo que se “cuece” aquí.
—¡De eso nada! Te repito que hasta el final… —dijo Marta en el mismo tono.
—¿Vais a cambiaros ahora? —preguntó Violeta.
—Después. Primero vamos a recorrer esto —decidió Marta por los dos.
—¡Ah, bien! —aceptó Aster.
Se dirigió a otro hueco disimulado tras una cortina. Tras ella, un largo pasillo, al que se abrían varias habitaciones sin puertas.
Nos acercamos a la primera de ellas: dos mujeres desnudas sobre una de las dos camas que ocupaban buena parte del recinto, estaban medio recostadas, con las piernas entrecruzadas, frotando entre sí sus coños. Una de ellas mostraba en su rostro un gesto de concentración; la segunda boqueaba como pez fuera del agua, emitiendo pequeños grititos rítmicos.
Mi erección pasó de “regular” a lo siguiente.
En la segunda, el suelo estaba alfombrado con colchonetas. Cuando nos asomamos, había en ella dos parejas: los dos hombres estaban sentados, y sus compañeras se aplicaban a hacerles una felación, de rodillas ante ellos. Con todo, lo que más me impresionó, fue que uno de los dos varones tenía la mano introducida entre las piernas de la mujer que “atendía” al otro hombre, y le estaba acariciando el coño.
Cuando nos dimos la vuelta, vimos caminar hacia nosotros a dos efebos de poco más de veinte años, cogiditos de la mano. Uno de ellos iba completamente desnudo, mientras que el otro vestía un tanga que apenas le cubría el “paquete”.
—¡Serán maricones! —murmuró Aster, mirándoles con desaprobación.
El tipo comenzaba a caerme gordo.
—Acabas de ver a dos mujeres haciendo algo parecido a lo que de seguro van a hacer estos dos, y aparentemente no te ha parecido mal —le reproché.
—No es lo mismo —farfulló con gesto hostil.
—Pues dime tú cual es la diferencia… ¿Qué se lo hacen por el ano? ¿Es peor que el hecho de que un tío encule a una mujer? —pregunté.
—¿Qué pasa? ¿También a ti te van los tíos? —preguntó él con voz chulesca—. Pues te comunico que yo no estoy por la labor…
Los dos hombres habían entrado en la puerta siguiente. A pesar de mis palabras, tampoco tenía ningún interés en verlo, pero simplemente porque no me resulta excitante contemplar a dos hombres haciéndolo, de manera que pasamos de largo.
La cuarta habitación estaba dedicada al sado-maso. Lo primero que vimos al asomarnos, fue una mujer desnuda atada a dos tablones que formaban una “X”. Su cuerpo era un muestrario de tatuajes que le cubrían la piel de los hombros, brazos y vientre. Un tipo con calzones de cuero y verdugo cubriéndole cara y cabeza, le estaba azotando con una fusta (no muy fuerte, me pareció), a pesar de lo cual, ella tenía los muslos y las caderas enrojecidos. Y, para mí lo más sorprendente, la expresión de la mujer no era de dolor, sino de algo parecido al éxtasis.
Unos pasos más allá, una matrona que no cumpliría más los cuarenta, calculé, vestida de cuero de pies a cabeza, pero con dos orificios por los que asomaban sus enormes pechos, sujetaba una correa de las que se usan con los perros. El collar rodeaba el cuello de un varón que caminaba sobre manos y rodillas.
Al fondo, sobre una especie de alfombra, dos mujeres desnudas se alternaban en lamer el ano de un tío, acción que sustituían de vez en cuando con la de introducirle un consolador por el recto.
Aparté la vista, sin poder evitar un gesto de desagrado.
—¿No te gusta esto? —inquirió Aster.
—Para nada —indiqué—. No comprendo cómo alguien puede encontrar placer en humillarse, o en causar o recibir dolor. Y los tatuajes… Otra forma de castigar tu propio cuerpo, y además…
Sin decir palabra, Violeta descorrió una cremallera en la espalda de su vestido, sacó los brazos y le dejó deslizar hasta sus tobillos. Debajo no había nada. Sentí una punzada de deseo, que se mitigó cuando se dio la vuelta. La espalda, desde el cuello, estaba ocupada por un tatuaje en tonos de verde y rojo que representaba un ave con las alas extendidas, cuyas puntas llegaban a los hombros. El pico estaba en su nuca, mientras que su larga cola terminaba justo donde se iniciaba la separación entre sus glúteos.
—¿Este tampoco te gusta? —preguntó con voz zalamera.
—Admiro lo que puedan tener de arte algunos de ellos —afirmé—. Pero impiden la contemplación de la belleza de la piel, rompen la armonía de las líneas del cuerpo, y finalmente, no puedo evitar percibirlos como suciedad…
—¿Y qué es lo que os gusta a vosotros? ¿Quizá besitos inocentes, y follar (si es que folláis) vosotros solitos con la luz apagada? —insinuó el hombre con ironía, poniendo los brazos en jarras—. Me pregunto qué cojones pintáis aquí.
—¡Aster, Violeta! —exclamó una voz femenina detrás de nosotros.
Me volví. Es difícil precisar la edad de una mujer a la que no se ve el rostro. De todas maneras, su cuerpo desnudo no aparentaba corresponder a una mujer mayor: piel firme, sin signos de celulitis, pechos grandes sin exageración, que apenas vencía hacia abajo la fuerza de la gravedad. Caderas amplias, muslos suculentos, un abultado monte de Venus en el que se apreciaba el inicio de la hendidura de su sexo, y un rotundo trasero, constituían una alegría para la vista… y no me habría importado nada ejercitar también los sentidos de gusto y tacto con ella. La erección, que mantenía desde que entramos en el “área privada” comenzaba a resultar, aprisionada por el pantalón, no molesta, sino el grado superior.
—Estábamos mostrando las instalaciones a esta pareja, —explicó Violeta.
—¡Oh! Entonces no estáis disponibles… —dijo la mujer, desilusionada—. Mi marido está ahí —señaló la entrada a la quinta habitación.
—Por nosotros no lo hagáis… —insinuó Marta—. Vamos a ver algo más, y después probablemente nos iremos.
—¿Nos disculpáis entonces? —afirmó Violeta, dirigiéndose a nosotros.
Pero ya había pasado un brazo en torno a la cintura de la otra mujer, después de recoger del suelo su vestido.
—Voy a… —Aster señaló hacia la entrada.
Nos quedamos solos.
—¡Qué enorme cabronazo de marido tengo! —barbotó Marta—. Me pregunto si a él le va lo de hacer el can, o quizá es “muy amigo” de los dos homosexuales de antes…
Yo no sabía qué decir en aquellas circunstancias. Marta me tomó de la mano.
—Ven, hay un folladero que aún no hemos visto… —dijo con voz cáustica, tirando de mí en dirección a la última habitación.
Sobre dos camas de dimensiones colosales, un grupo de personas practicaban el sexo en distintas posturas y combinaciones de géneros. Justo en el momento en el que nos asomamos, una mujer dejó de cabalgar a un varón, tomó de la mano a la parte femenina de la pareja que retozaba a su lado, ella debajo, en la clásica postura del misionero, e intercambiaron los sitios… y los compañeros. La primera se puso sobre las rodillas, incitando al hombre que antes estaba embistiendo a la otra mujer con la visión de su vulva, en la que aún podía verse el orificio distendido en el que había penetrado otro pene hasta poco antes. La segunda se puso a horcajadas sobre el segundo varón, agarró su polla pasando la mano por detrás de sus nalgas, y se dejó caer poco a poco sobre ella, hasta quedar empalada, dándonos frente.
En la otra cama, dos mujeres se turnaban en realizar una felación a un caballero, mientras se acariciaban pechos y vulvas, una a la otra. Pegados a ellos, dos hombres se ocupaban en lamer el cuerpo de una mujer aparentemente muy joven y excesivamente delgada para mi gusto. Uno de ellos estaba amorrado a un pechito apenas prominente, mientras el segundo lamía arriba y abajo la abertura entre dos prominentes labios mayores de tamaño casi exagerado, teniendo en cuenta lo escuálido de la chica.
A un lado de la cama de la derecha, en pie, un hombre y una mujer, ambos con las máscaras sobre la cabeza, se comían a besos, mientras cada uno de ellos acariciaba el sexo del otro. La mujer no estaba desnuda: mantenía el sujetador puesto, pero sobre los pechos, que estaban a la vista. Y lucía medias negras y liguero, pero no bragas.
Y en la misma puerta, muy cerca de nosotros, un varón se masturbaba muy despacio, contemplando el espectáculo que se le ofrecía.
Este último se volvió hacia nosotros:
—¿Nos montamos un trío? —preguntó con voz esperanzada.
—Pasamos, pero gracias por el ofrecimiento —respondí.
Salimos de nuevo al pasillo.
—¿Por qué has torcido el gesto en la última sala? —me preguntó Marta.
—Para mí, no hay nada más antiestético que un liguero. O las medias. Y la mujer que estaba en pie llevaba las dos cosas.
—¿No te excita la lencería íntima? —preguntó con gesto de extrañeza—. Tenía entendido que a los hombres os vuelve locos…
—Pues no. Un liguero rompe las líneas de las caderas y los muslos, y estropea por completo la belleza de un cuerpo femenino, al menos en mi apreciación. —Le sonreí—. En realidad, lo que de veras me gustan son los cuerpos femeninos al natural, sin más ropa que, quizá… —le miré la muñeca derecha—. Una pulsera…
Marta tenía los ojos fijos en los míos, y apartó la vista, azorada, al mismo tiempo que ocultaba a su espalda el brazo, que lucía una pulsera de oro.
—Sigo creyendo que ha sido una mala idea venir, pero… —me encogí de hombros— ya que lo has visto, ¿Qué sientes?
—¿Que qué siento? —A pesar de la máscara advertí en su rostro despecho y rabia—. ¿Sabes qué debería hacer? Pasearme en pelotas por aquí, follarme a todo tío que se prestara a ello, y decirles a todos “soy la esposa del cabronazo de Marcos Antúnez”. Así es como me siento.
—Tú no eres así…
—¿Y qué sabes acerca de cómo soy? —su rostro se dulcificó, y me acarició levemente una mejilla—. Mira, tengo una amiga, Lucy, que defiende la teoría de que todas las mujeres somos unos zorrones, y que solo es cuestión de encontrar las circunstancias y el hombre adecuados para que dejemos salir al putón que llevamos dentro…
—Creo que deberíamos irnos inmediatamente de aquí, antes de que… —la apremié.
—¿De qué? —preguntó, parada ante mí, tan cerca que podía oler el perfume que emanaba de ella.
—Verás, cariño. En este momento me encuentro en un estado… Te deseo como nunca he deseado a ninguna mujer —reconocí con voz ronca—. Si no fueras la esposa de Marcos, ahora mismo…
—Tienes con el hijoputa de mi marido la consideración que él no tiene conmigo… —Se acercó aún más a mí, hasta que sus senos rozaron mi pecho—. Te lo agradezco, pero a pesar de la rabia que siento, yo también me encuentro en ese estado… —confesó con la vista baja—, y creo como tú que es mejor… que nos vayamos, antes de que haga algo de lo que después podría arrepentirme.
Comenzamos a caminar en dirección a la salida. La puerta que comunicaba con la zona de los casilleros para los teléfonos y las máscaras estaba abierta. Tres parejas, que bromeaban y reían en voz alta, se estaban probando los antifaces. Marta se quedó parada de repente.
—¡Pero si es!… —dijo en un susurro, mientras se volvía de espaldas al grupo.
—¿Quién? ¿Qué pasa? —pregunté extrañado.
—Vámonos… —de repente debió darse cuenta de que, descartada la entrada, el único sitio al que podíamos dirigirnos era una de las habitaciones.
—El vestuario —insinué.
Entramos rápidamente. Se trataba de una sala rectangular, más larga que ancha. Una de las paredes estaba ocupada completamente por taquillas, mientras que la frontera disponía de un banco corrido de listones, en el espacio no utilizado por cuatro cabinas. Al fondo, un hueco sin puerta permitía ver varias duchas sin cortinas ni separación alguna entre ellas.
«Intimidad, cero» —prensé.
Aunque, mirándolo bien, no tenía ningún sentido ocultar en la ducha lo que se mostraba profusamente en los “folladeros”, como los había llamado Marta.
Dentro había un hombre, completamente desnudo, con el pene horizontal, que se dedicaba a contemplar a dos mujeres: una de ellas se estaba desabrochando un sujetador de encaje, única prenda que había sobre su cuerpo. La otra se estaba bajando las bragas, que constituían toda su ropa.
Escuchamos la algarabía de voces del grupo, y de repente se me ocurrió que probablemente entrarían en el vestuario. Y Marta parecía conocer a alguien de entre ellos, con lo que…
—Ven, —le dije, cogiéndola del brazo, tirando de ella en dirección a una de las cabinas.
La puerta no ocupaba totalmente el hueco, sino que llegaba aproximadamente a los hombros por la parte superior, mientras que la inferior cubría hasta las rodillas. Pasé el cerrojo, no fuera a ser que alguien tuviera nuestra misma idea.
Marta se sentó en una especie de descalzadora, y se quitó la máscara. Me quedé mirándola con gesto de interrogación.
—Se trata de la zorra de la esposa de un socio de Marcos… —susurró—. No me ha dado tiempo a ver si el marido también está.
—¡Jooooder! —exclamé.
Tal y como yo había previsto, el grupo entró en la instalación. A mí no me conocían, de manera que podía observarles sobre el cerramiento.
Sin cesar en su algarabía, todos ellos fueron quitándose la ropa, que introdujeron en las taquillas.
—¿Quién es la mujer que conoces? —pregunté en un susurro, inclinándome hacia Marta.
—Blusa blanca escotada, falda tubo negra. Tiene el pelo oscuro, largo hasta los hombros, labios de bótox… —dijo en voz muy baja.
Asomé la cabeza por sobre la puerta. Bueno, lo de la ropa ya no me servía, porque las tres mujeres estaban en pelotas. Sin embargo, solo una de ellas tenía el pelo negro y los morros prominentes.
En ese momento, precisamente la mujer que estaba yo mirando, adelantó el pubis en dirección a uno de los hombres, y se abrió la vulva con dos dedos.
—Esto es lo que tendrás si te portas bien, ¡jajajajaja! —dijo en tono desvergonzado.
De repente, volvió la cabeza en mi dirección, y se me quedó mirando.
—Y tú, en lugar de cotillear, quítate la ropa y únete a nosotros, ¡jajajajaja!
—No me importaría, pero estoy con alguien… —respondí.
—¡Oh, vaya! Pues que salga ella también… —se detuvo en mitad de la frase, y me miró maliciosamente—. ¿O es “él”?
Marta, roja como la grana, me miraba aterrorizada.
«¡Va a mirar por encima de la puerta! ¡Y Marta se ha quitado el antifaz!» —me dije.
Tomé a la sorprendida Marta por los brazos, obligándola a ponerse en pie. Inmediatamente, la abracé estrechamente, y la besé. No se me ocurrió otro medio de evitar que la otra mujer le viera el rostro.
—¡Vaya, vaya! Mira tú los tortolitos… —dijo la conocida de Marta casi en mi oído. Efectivamente, estaba mirando hacia dentro—. ¿Os pone hacerlo vestidos dentro de uno de estos… reservados? ¡Jajajaja!
—¡Están follando con la ropa puesta! ¡Jajajaja! —informó a sus acompañantes, mientras se retiraba de allí.
Instantes después, el grupo salió de los vestuarios, comentando entre risas lo que ella creía haber visto. Me separé renuentemente de Marta.
—Lo siento, yo… no se me ocurrió otro medio —me excusé.
—Igual vuelven a entrar… —dijo ella, pasando un brazo en torno a mi cuello.
—Tienes razón —concedí—. Habrá que evitar que te vean…
Posé mi boca entreabierta sobre la suya. Marta correspondió al beso, e hizo algo más: su cuerpo se apretó contra el mío.
«Lo siento, Marcos, pero me voy a follar a tu mujer» —dije para mí.
No me sentía mal por ello, y no solo por el inmenso deseo que sentía de poseer el precioso cuerpo femenino apretado contra el mío, sino por el hecho de que la culpa de que Marta y yo estuviéramos en aquella situación era solo suya.
Deslicé las manos sobre el vestido desde la cintura de la mujer a sus nalgas. Duras y firmes, una delicia al tacto. Las amasé entre los dedos, y ello provocó un gemido de Marta, que adelantó el pubis, oprimiendo mi erección.
Tiré del vuelo de la falda hacia arriba, y posé mis manos en la sedosa piel de sus glúteos, que la brevedad de un tanga dejaban accesibles a mis caricias.
La boca de Marta se separó de la mía. Me miró con los ojos brillantes.
—Si el cabronazo de mi marido lo hace, yo también tengo derecho —dijo como para sí.
El vestido de cóctel se cerraba con una cremallera en la espalda. La descorrí al tacto, e introduje las manos por la abertura. Ahora, la totalidad de su tersa espalda quedaba también al alcance de mis dedos.
Acerqué mi boca a la de ella, que la recibió con los labios separados, y busqué con la lengua la húmeda suavidad de la suya, mientras mis manos volvían a posarse en sus nalgas.
Marta se separó de mí lo suficiente para quitarme la americana y dejarla caer al suelo primero, para después tironear de mi camisa hasta extraer los faldones por encima del cinturón. Desabrochó rápidamente los botones, y posó las manos sobre mis tetillas. Todo esto sin que su boca, que reaccionaba a mis caricias, se separara de la mía.
Con sus movimientos, la parte delantera del vestido se deslizó, quedando detenida únicamente por los tirantes en los codos de la mujer. No llevaba sujetador, con lo que quedaron visibles los dos pechos hasta el borde de las aréolas.
Marta jadeaba ruidosamente, tenía las mejillas encendidas, y los ojos muy brillantes.
Posé los labios en su cuello, bajo la oreja, lo que causó en ella un estremecimiento, y dobló la cabeza hacia atrás.
—Mmmmm, Dany —suspiró.
Deslicé los labios hacia abajo, hasta alcanzar el principio de los senos. Marta luchaba frenéticamente con la hebilla de mi cinturón, que al fin consiguió desabrochar.
Ahora, el escote había quedado por debajo de los pechos, que se adelantaban desafiantes, con los pezones erectos.
Cerré la boca sobre una de las aréolas, y acaricié el pezón con la lengua.
—¡Oh, Dany! —exclamó con voz anhelante.
La mujer acabó de desabrochar corchete y botón, y deslizó la cremallera hacia abajo. El pantalón quedó arrugado en torno a mis tobillos. Su mano recorrió el bulto de mi erección sobre el bóxer.
Intenté liberar los tirantes de su vestido de los codos. Marta extendió los brazos hacia abajo para facilitarme la tarea, con lo que la prenda quedó como una aureola alrededor de sus zapatos. Aproveché para sujetar la cinturilla de su tanga con las manos, y le deslicé por sus largas piernas hasta cerca de las rodillas, desde donde cayó al suelo.
Me separé ligeramente para contemplarla: si ya vestida era una auténtica maravilla, desnuda constituía un maravilloso espectáculo. Recorrí con la vista su largo cuello, sus hombros, sus torneados brazos, los senos, que se mantenían juntos y tiesos sin necesidad de artificio alguno, su vientre plano, su pubis depilado, con el inicio de la separación de su vulva apenas insinuado, sus rotundas caderas, sus generosos muslos…
—Eres muy hermosa —afirmé con la voz ronca.
—Dany… —jadeó—. No puedo más…
Tiró de la cintura de mi bóxer, doblándose por la cintura para acompañarle con las manos. Mi pene saltó literalmente fuera de la prenda, completamente horizontal, y el glande resbaló por su cara.
—¡Jo, Dany! ¡Estas…! —murmuró, respirando agitadamente, mientras cerraba la mano en torno al tronco.
No vi en ella falsos pudores ni inhibición alguna. Estaba excitada, quería follar, y no lo disimulaba.
Se puso en pie, sin soltar mi erección. Mi boca y mis manos volvieron a sus senos. Marta comenzó a deslizar la mano lentamente adelante y atrás sobre el tronco. Yo me encontraba como entre nubes. Lo que había comenzado como una extraña investigación se estaba convirtiendo en la experiencia más sensual de mi vida.
Me acuclillé delante de ella. Con las manos en las ingles, separé sus labios mayores, dejando al descubierto el rosado interior de su vulva. Los menores formaban una especie de óvalo, coronado por el breve triángulo que ocultaba su clítoris. Cerré los labios en torno a él.
—¡Dany! ¡Oh, Dios…! ¡Por favor! —no percibí en su voz rechazo, sino entrega.
Con la punta de la lengua, lamí suavemente la pequeña dureza oculta. Marta se estremeció de pies a cabeza.
Segundos después, mientras Marta exhalaba pequeños gemidos rítmicos, me asió del cabello, obligándome a ponerme en pie.
—¡No puedo más! ¡Házmelo, ya! —musitó entre dientes.
Me puse en pie. Pasé la mano izquierda bajo su corva, elevando ligeramente su pierna. Con la otra mano dirigí mi extrema erección a la entrada de su vagina.
—¡Ay, Dios! —musitó en voz baja.
Empujé ligeramente. El glande se abrió camino en su interior.
—¡Dany…! ¡Oh, Dios mío! —susurró excitada.
Marta colocó el pie sobre la descalzadora y se aferró a mi espalda, respirando entrecortadamente, lo que me dejó las manos libres para abarcar con ellas sus nalgas.
Hasta entonces, yo había mantenido las rodillas ligeramente flexionadas. Las distendí muy despacio, y mi pene fue penetrando lentamente en el interior de la mujer, hasta el final.
—¡Ohhhh! ¡Ay, Dany! —musitó en mi oído, con los ojos cerrados, y el rostro contraído en una mueca de intenso placer.
La elevé a pulso, con las manos en la parte baja de sus glúteos. Marta cerró los brazos en torno a mi cuello, y sus piernas abrazaron mi cintura.
Comencé a embestirla. Al principio lentamente, pero, producto de mi extrema excitación, mis penetraciones fueron haciéndose más y más rápidas, mientras lamía y mordisqueaba ligeramente sus mejillas, su cuello… Marta me mordió el lóbulo de una oreja.
«No resisto más, voy a correrme» —me dije, intentando retrasar lo inevitable.
La mujer comenzó a convulsionar, mientras emitía gemidos guturales. Me costaba trabajo sostenerla, debido a sus movimientos descontrolados.
Eyaculé en su interior. Intensa, largamente. Marta quedó desmadejada entre mis brazos, jadeante.
—¡Uffff, Marta! —dije al fin, rompiendo el silencio que había durado unos segundos—. Eres la mujer más bonita y sensual que he conocido.
—¡Oh, vaya! —respondió, abriendo los ojos y sonriendo—. Usted tampoco está nada mal, y… —se relamió— sabe cómo tratar a una chica.
—¡Menos mal! Creía haber portado desconsideradamente, como un sátiro salido.
—Te has comportado exactamente como necesitaba ahora mismo —me besó la punta de la nariz—. Me alegro que hayas dejado a un lado tu caballerosidad y delicadeza habituales, porque lo que me hacía falta era…
—¿Un polvo salvaje? —sonreí, interrumpiéndola.
—Eso mismo —concedió, y me mordió ligeramente la barbilla.
Desasió el abrazo de sus piernas, y la deposité de pie en el suelo.
—Puedo hacerlo mejor, esto ha sido un “aquí te pillo, aquí te mato”, debido a la… uh… urgencia del momento. ¿Vienes a mi casa? —propuse, poniéndome serio.
—¿Y qué me harás? —preguntó, sonriendo traviesamente.
—Mmmmm, veamos: una laaarga sesión de caricias y besos por todo el cuerpo. Incluso… puedo improvisar una mesa de masaje, y cubrir todo tu cuerpo de aceite. Y luego…
—Eso suena muy bien, pero primero tendremos que ducharnos. ¡Jajajaja! Estoy cubierta de saliva, y mira… —señaló sus muslos, por los que descendía un reguero de semen.
—¡Joder! Espera, creo que he visto ahí fuera unas cajas de pañuelos de papel…
Recogimos nuestra ropa a toda prisa introduciéndola en una de las taquillas. Afortunadamente, (Marta dirigía miradas aprensivas a la puerta) no entró nadie.
Las duchas estaban también solitarias. Abrí uno de los grifos, y regulé la temperatura.
Nos dedicamos a enjabonarnos mutuamente, sin privarnos de acariciar nuestros sexos. Me quedé mirándola, mientras ella se aclaraba los cabellos. Aun sin maquillaje alguno, era una de las mujeres más bonitas que había contemplado.
—¿Qué me miras? —dijo sonriente, cuando volvió la cabeza en mi dirección y advirtió mi escrutinio.
De repente, sus ojos se abrieron como platos, y compuso un gesto de confusión.
Me volví.
Teníamos espectadores. Una pareja, ambos algo más mayores que nosotros, nos estaba contemplando desde la entrada. Lo que a mí se me abrió fue la boca, pero de admiración:
Dos cuerpos de modelo, de piel oscura, ambos completamente desnudos. La mujer tenía, sin duda, la figura más escultural que había visto: de cuerpo menudo, pechos no muy grandes, pero altos y tiesos. Cintura estrecha, caderas y muslos sensuales, entre los que la piel se oscurecía en el vértice del triángulo invertido en el que se distinguía perfectamente el inicio de la separación de su vulva, y unas piernas “10”. Un bonito rostro enmarcado por cabellos intensamente negros, que esbozaba una ligera sonrisa, ojos del color de su pelo, frente despejada, nariz solo ligeramente ensanchada, y tentadores labios carnosos.
Pensé que si hubiera una imagen que representara la palabra “sexo”, esa mujer lo era. Todo en ella, rostro, senos, caderas, muslos, más la abertura apenas entrevista entre sus piernas, estaban hechos para dar y recibir placer.
El hombre, que también nos sonreía, llevaba su negro cabello muy corto. Musculado, hombros más anchos que sus caderas, con los pectorales prominentes, marcaba ligeramente los abdominales; muslos y piernas fuertes. Y lo que más me impactó: sé que estoy bien dotado, me lo han dicho muchas veces, pero el pene oscuro del hombre, en reposo, era solo dos o tres centímetros más corto que el mío en erección.
Lo que más me sorprendió era que no había nada lúbrico en la actitud de la pareja: se mostraban desnudos con total naturalidad, casi cabría decir que con inocencia.
La reacción de Marta fue otra de las cosas peculiares de aquel encuentro: lejos de cubrirse con una de las toallas que había en una pila frente a nosotros, cerró los grifos y se escurrió despacio el cabello, solo ligeramente ruborizada, mostrándose desnuda sin reservas.
—Lo siento, esperamos no haberos incomodado con nuestra presencia… —dijo él con voz profunda.
—Es solo… en realidad ya nos íbamos, pero os escuchamos, y entramos solo a ver si se trataba de conocidos nuestros —apoyó la beldad aquella.
—Pues si llegáis unos minutos más tarde no nos habríais encontrado, porque nosotros también hemos decidido marcharnos —expliqué, por decir algo.
—Yo soy Aaron —dijo él, adelantándose y tendiéndome la mano—. Y esta preciosidad, —acarició el rostro de la mujer de piel oscura—. es Noemí, mi esposa.
Mientras estrechaba la mano del hombre, su mujer se acercó a mí y me plantó dos besos en las mejillas.
—Encantado de conoceros —afirmé, con la voz poco segura debido al hecho de que los pezones erectos de Noemí permanecían acariciando mi pecho—. Yo soy Dany, y ella es Marta.
Hubo intercambio de besos en las mejillas entre las chicas desnudas primero, en una estampa de lo más sensual. Luego el otro varón salió de su inmovilidad, acercándose a Marta para rozarla con los labios peligrosamente cerca de la comisura de la boca.
—Os dejamos para que os sequéis —dijo Noemí—. Vamos al vestuario…
Cuando se dio la vuelta, pude admirar una parte de su anatomía que aún no había contemplado: sus nalgas redonditas. Y cuando comenzó a andar, me recreé con la visión del contoneo de sus glúteos.
Me volví en dirección a Marta: se tapaba la boca con una mano, y aunque con las mejillas encarnadas, sonreía.
—Creo que has ligado —dije en un susurro cerca de su oído—. El tío no te quitaba la vista de encima… en realidad, más bien debería decir “de abajo”.
—Si a eso vamos, los ojos de la niña no se apartaban de… eso —me rozó juguetonamente con la mano el pene.
—Pues no sé qué ha visto en él… —repliqué—. Lo que tiene en casa me ha dejado acomplejado. ¿Quizá que el mío es blanco?
—¡Jajajaja! ¡Te has fijado!
Se me ocurrió en aquel momento que apenas dos horas antes éramos dos buenos amigos, sin más. Y en ese intervalo de tiempo, no solo habíamos follado, sino que además, nuestro trato había cambiado de una forma que nunca me habría atrevido a imaginar.
—Tiemble después de haber reído —advertí mientras le frotaba la espalda con la toalla—. ¿Qué haremos si nos proponen que les acompañemos a uno de los “folladeros”?
—No sé tú. Yo de ninguna manera me prestaría a dar el espectáculo ante esa gente. ¿Salimos?
«Ha dicho me “prestaría a dar el espectáculo”, —pensé—, cuando lo lógico habría sido algo como “no follaría con un extraño”, o quizá “contigo me he dejado llevar por las circunstancias, pero no pienso dar el paso… con ellos».
Me encogí de hombros, y la seguí.
En el vestuario, Aaron remetía la camisa por la cintura de sus pantalones, mientras Noemí abrochaba muy despacio los botones de su blusa blanca con encaje en la pechera, única prenda que llevaba encima.
Me pareció raro utilizar una de las cabinas, por lo que abrí nuestra taquilla, y comencé a vestirme a la vista de la otra pareja. Marta dudó, pero finalmente se encogió ligeramente de hombros, y deslizó su vestido por el cuerpo. Después, con la vista baja, se puso las bragas. Y Aarón no se estaba perdiendo ripio.
—¿Me subes la cremallera? —pidió, recogiéndose el pelo en la nuca.
Noemí estaba introduciendo los pies en una falda corta con volantes. Luego cogió su bolso.
«No lleva bragas» —me dije.
—Estábamos pensando Aarón y yo… ¿os apetece tomar una copa con nosotros?
Marta y yo nos miramos. Me pareció que asentía imperceptiblemente.
—De acuerdo, aunque… —consulté mi reloj— ¿conocéis algún sitio abierto a las doce y media?
—Habíamos pensado en ir a nuestra casa, —insinuó el hombre.
Marta y yo cruzamos una nueva mirada. En esta ocasión no me dio ninguna pista acerca de si quería o no, de manera que teníamos que hablarlo. Pero no delante de la otra pareja.
—Supongo que habéis venido en coche… —El hombre asintió—. Nosotros también, y no sería práctico dejar uno de los autos aquí… Si nos dais vuestra dirección… —insinué.
—Por supuesto —dijo él, extrayendo una tarjeta de visita de su billetera.
Salimos al pasillo del casillero de los móviles y los antifaces. El “mayordomo” nos miró con rostro circunspecto.
—Buenas noches, señores, y vuelvan pronto.
—Buenas noches, Damián —dijo él, mientras tomaba dos móviles del hueco número 101.
Marta cogió los nuestros, y menos de un minuto después nos vimos en la calle. La noche era cálida, aunque la temperatura no era agobiante.
—Nos vemos en media hora —afirmó más que sugerir Aarón, mientras comenzaban a andar en dirección contraria a la que debíamos seguir nosotros.
Marta y yo caminamos en silencio hasta que estuvimos a suficiente distancia de la otra pareja.
Marta se quedó parada, con los brazos en jarras.
—Al menos podrías haberme consultado antes de aceptar la invitación de la parejita… —me miraba con gesto enfurruñado.
—¿Me has oído en algún momento decir que íbamos a ir? No, ¿verdad? —la cogí del brazo, y tiré suavemente de ella para que reanudara la marcha—. Por supuesto que quería hablarlo antes contigo, pero… Quizá debía haber dicho delante de ellos ¿“Marta, cariño, que si te apetece ir a follar una copa con Aarón y Noemí”? Mira, no conocen más que nuestros nombres, no volveremos a verles, salvo que volvamos al Club…
—Ni loca —me interrumpió, y su gesto se había dulcificado.
—Pues eso, así que si no vamos, pues no pasa nada.
—Lo siento… —de repente le cambió el gesto: sonreía, y le bailaba la risa en los labios. Me besó ligeramente en la boca—. Nuestra primera cita, y ya estamos discutiendo como un matrimonio veterano, ¡jajajaja!
—Creo que los matrimonios hablan las cosas, y después adoptan una decisión por consenso, aunque no soy experto en eso. Así que, ahora que estamos solos, te pregunto si estás decidida a “verles en media hora”.
—No lo sé —me dirigió una mirada aprensiva—. Esta noche he hecho cosas que jamás habría imaginado, comenzando por… uhhhh, mi “encuentro” contigo. —Se quedó unos segundos en silencio—. ¿Sabes que en el tiempo que llevo casada jamás le había sido infiel a Marcos?
—Lo tomo como un cumplido.
—¡Estúpido! —me empujó, juguetona.
—Bueno, está el plan “B” —dije yo—. El masajito con aceite y tal en mi casa…
—O el “C” —me interrumpió—. Me dejas cerca de la mía, y hablamos mañana cuando hayamos digerido todo esto. —Debió ver mi cara de desilusión—. ¡Jajajaja! Eres transparente. El plan “B” tiene el peligro de que tú, yo, o ambos, nos aficionemos, ya me entiendes. Y eso, ahora mismo no puedo permitírmelo.
—O sea, que será “C”…
—No he dicho eso… aún —negó Marta—. Es que… bueno, cometer adulterio dos veces en una noche es muy fuerte, pero hacerlo con dos hombres diferentes, pues… no sé, me causa mucha impresión. —Me miró de frente—. Porque habrás supuesto como yo que la cosa no va de “cada oveja con su pareja” precisamente…
Habíamos llegado a mi auto. Desbloqueé las puertas con el mando a distancia.
—Hasta ahí llego —afirmé, una vez que ambos nos hubiéramos sentado en el interior—. Entiendo que tu situación es diferente a la mía, al fin y al cabo, yo no tengo ningún compromiso —encendí el motor, e inicié la marcha—. Mi… ehhhh, “encuentro” contigo ha sido una especie de maravilloso regalo inesperado. Y estoy de acuerdo en lo que decías de que no deberíamos prodigarnos… demasiado —sonreí maliciosamente—. De manera que respeto tu decisión. Plan “C” —anuncié—. Lo que no quita que en algún momento…
—¡Jajajaja! Eres un payaso.
—Tú y yo…
—¡Jajajaja!
—Desnudos en mi apartamento…
—No sigas por ese camino… —pero sonreía al decirlo.
Hizo una larga pausa, con la vista obstinadamente dirigida al frente. Finalmente, se volvió en mi dirección:
—¿Sabes? —se había puesto seria—. Estoy pensando que, ya que me he “soltado el pelo” esta noche… Me encuentro en un estado de ánimo muy especial, y quizá en mi vida no volveré a tener ocasión de practicar el sexo en grupo…
—¿Eso es plan “A”? —pregunté esperanzado.
Puso su mano izquierda sobre uno de mis muslos.
—El plan “C” tiene el inconveniente de que me encontraría muy sola después de lo que he vivido esta noche. Y ya he visto como te comías con la vista a Noemí…
Detuve el coche junto al bordillo.
—¿Qué pasa? —preguntó extrañada.
—Que tengo que introducir la dirección de la tarjeta en el navegador GPS.
Puse el coche nuevamente en marcha, después de teclear unos instantes en la pantalla táctil del cuadro de instrumentos.
“A cien metros, gire a la derecha” —ordenó la voz cibernética del dispositivo.
—Pues sí, mejorando lo presente, me ha gustado Noemí —acepté—. Y no te creeré si me dices que no te ha sucedido algo similar con Aarón y su descomunal herramienta…
—¡Jajajaja! —Me propinó un ligero cachete en el muslo—. Calla y conduce, antes de que me arrepienta.
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