FANTASIAS CON MILA 1 – PLAYA DE ENSUEí?OS
Enero de 2003. Hace mucho tiempo, un filósofo italiano explicaba que la historia tendía a repe-tirse, “corsi et ricorsi”, decía. Y evidentemente es así. Nuevamente me encuentro en Viña del Mar. Durante mi última visita, hace ya doce años, el mundo civilizado experimentaba la misma con-moción que hoy (Estados Unidos se aprestaba a invadir Irak) … ¡Quién lo diría! …
Este día mi esposa decidió permanecer en el hotel. En rigor de verdad las playas del Pacífico se le antojaban frías, con mucho declive. Pese a la magnificencia del lugar, seguía prefiriendo sus vacaciones en la costa atlántica, más precisa-mente Mar del Plata. ¡Cada uno con sus gustos!.
Tomé mi cámara fotográfica, mi bolso y me decidí a encontrar algún lugar con poca gente. Reconozco, a mi pesar, que el carácter gregario del ser huma-no no me resulta del todo aplicable.
Al menos, en esta oportunidad, debido a la dife-rente paridad cambiaria, los argentinos no inva-díamos estas playas, con nuestra particular y muchas veces molesta idiosincrasia.
Fui dejando atrás las playas más concurridas y, a medida que avanzaba, me apartaba de las aglome-raciones, familias veraneantes, jóvenes corriendo detrás de una pelota y vendedores ambulantes, que ofrecían productos diversos.
Estaba en una zona mucho más tranquila y des-poblada. El paisaje marítimo era igual, pero se ad-vertía la presencia de muy poca gente. Algún ca-minante solitario, como yo, parejas diseminadas en la cálida arena.
Llegué a un lugar ideal para hacer mis fotos. Una formación rocosa se introducía en el mar, donde las olas golpeaban con inusitada intensidad. An-tes de arribar a ese sitio pasé ante dos hermosas jóvenes, pudiendo advertir, además de su belleza, por su singular y agradable tonada, que eran chilenas.
La más menuda, una atractiva morocha, de rostro enigmático, esparcía con voluptuosidad bron-ceador en la espalda y nalgas de su compañera, sus dedos parecían dibujar letras en esa piel aca-riciada . Mi mirada se posó, poco más de lo acon-sejable, sobre el redondo y firme trasero de a-quélla. Efectué un saludo moviendo mi cabeza, que me fue respondido, en medio de cómplices risitas.
Caminé sobre el peñasco que avanzaba hacia el mar y dispuse mi equipo fotográfico. Realicé algunas tomas y me dediqué a gozar del esplén-dido paisaje de la rompiente de las olas.
Al girar, para cambiar la película, vislumbré un extraño movimiento entre aquellas jóvenes. ¡Me quedé de una pieza!. Se estaban prodigando caricias y arrumacos de una forma asaz erótica. Ambas habían desprendido la parte superior de sus trajes de baño. ¡No lo podía creer!. Coloqué el zoom en la cámara y me transformé en un vulgar fisgón. Siempre la frase “hacer el amor” me re-sultó un lugar común, un cliché, una expresión estereotipada. Pero la sensualidad que denotaba esa escena, sólo podía resumirse de esa manera. ¡Estaban haciendo el amor!.
Era un espectáculo alucinante, único. La excitación que experimentaba súbitamente se transformó en un sentimiento de culpa. Mi indiscreción no podía interferir en un acto tan íntimo y personal.
Me costó, pero decidí continuar con mis fotos paisajísticas. Para no tentarme con las imágenes, más carnales, que aún daban vueltas dentro de mi cabeza, estimé más apropiado adentrarme en la roca y dedicarme a lo que me había guiado a ese lugar.
Quizás fue un mal movimiento, a lo mejor se trató de la humedad en la piedra, o los musgos allí existentes. Lo cierto es que perdí pié, sentí un golpe en mi cabeza y me encontré cayendo hacia el mar embravecido.
La confusión era total. El frío me despejó parcial-mente. Con deses-peración, en mi estado de se-miconciencia, traté de mantener la cabeza fuera del agua. Respirar se tornaba dificultoso. Me in-vadió el pánico. El gusto salado en la boca me repugnaba. Una mezcla de extraños pensamientos se superponían en ese instante. He escuchado infinidad de veces que cuando alguien está a punto de morir, imágenes de su vida desfilan ante sus ojos. Está visto que mi destino era otro, pues sólo tres curiosas escenas estaban grabadas en mi retina: mi estúpida caída, las dos chicas amándose en la playa y una pequeña esfera tornasolada de casi intolerable fulgor, que giraba (¿el Aleph?)..
Mis escasas fuerzas me abandonaban, producto del golpe poco era lo que podía hacer. En un mo-mento algo, o alguien, me impulsó hacia la super-ficie. Creí percibir una silueta… un cuerpo estili-zado con un atuendo rojo… un delgado brazo que rodeaba mi cuello, unos dedos que jalaban mis pelos hacia la superficie. Borrosamente distinguí una cabellera negra, un preocupado rostro que, paradójicamente, me transmitía tranquilidad. Estaba flotando en una densa nube. Mi último pensamien-to, antes de desvanecerme, estuvo dedicado a esa sirena que me arrastraba hacia la playa. Luego… el silencio y la oscuridad.
Desperté tendido en una cama rústica. El cuarto estaba en tinieblas, ¿o era que parte de mi orga-nismo todavía no se había recobrado?. Tosí, es-cupí agua, volví a toser. El cuarto daba vueltas como un carrusel. (mesa-mujer-sillón-mesa-mujer..) Inmediatamente alguien apareció a mi lado. ¿Era la morocha de la playa?.
La joven se alejó hacia una mesa que estaba en el medio de la estancia. Al verla desde atrás distinguí un bikini rojo. No era una náyade, pensé risueña-mente. Según la mitología, esas ninfas poseían busto de mujer y cuerpo de pez. La parte inferior de su humanidad para nada era de un ser marino, con seguridad.
Sabía que esa beldad me hablaba, porque veía moverse sus labios, pero no la oía. Aquellos labios fue lo último que vi antes de volver a perder el conocimiento.
Unas suaves manos acariciaban mi rostro. Se escuchaba tenuemente la sinfonía “Jupiter” de Mozart, una de mis preferidas.
– ¡Nos despertamos, por fin!-, me dijo con una sonrisa.
– Una sirena no eres, debes ser mi ángel guardián, entonces- musité, evitando el lugar común de preguntar dónde estaba, o qué había pasado.
– Mis alas están hoy en la lavandería, por suerte. Hubieran resultado muy incómodas para nadar- agregó con ironía. -Me llamo Mila y hablando de suerte, además de haber tragado una porción del Pacífico, los daños son mínimos, un lindo chichón en la cabeza, algunos rasguños en el brazo y, lamentablemente, pérdida de la cámara. ¿Preten-días hacer fotografía submarina?- volvió a sonreír.
Fugazmente pensé en esas cuatro fotos que había obtenido con el zoom. Ella me explicó que justo en el momento que estaba despidiéndose de su amiga “Pame”, quien debía concurrir al ensayo de una obra, observó mi cómico traspié. Sin ser excelente nadadora logró auxiliarme y arrastrarme hasta esa cabaña, que rentaban a pocos metros de la costa.
Su sentido del humor era contagioso. En tren de broma le comenté:
– Según los orientales, la persona que le salva a otro su vida, queda indisolublemente vinculada a ella. Su réplica no se hizo esperar.
– Otros sostienen que la víctima es quien contrae una deuda, de por vida, con su salvador. Puedo recurrir a varias fábulas…
– Touché- dije e intenté besar su mejilla.
– …
La casualidad, el destino, o vaya a saber uno qué, (quizá mi poca coordinación, o tal vez mi in-consciente), hicieron que el ósculo no se deposi-tara exactamente en el lugar previsto (la mejilla), sino sobre la comisura de sus labios.
Pese a la sal que impregnaba nuestros cuerpos, sus labios sabían dulces y su piel despedía un embriagador perfume. Acaricié su cara y la besé con vehemencia. Esta vez no erré un ápice al lugar apuntado. Una corriente eléctrica nos envolvió. La suave música reinante sólo era interrumpido por el acelerado latir de nuestros corazones.
Su piel se erizó cuando besé su cuello. Me atrajo más hacía ella. Sus firmes senos oprimían mi pecho, produciéndome un cosquilleo estreme-cedor. Mis manos aprisionaban su cuerpo.
La tomé de su fina cintura, sin dejar de besarla, despojándola de las pocas prendas que la cubrían. Una exquisita imagen quedó ante mis ojos. Con cierto candor o vergíŒenza, ella intentó cubrirse los pechos, diciéndome algo acerca de que no estaba conforme con ellos, que les faltaba un no sé qué . ¡Cuan equivocada se encontraba!. Su graciosa y menuda figura excitaba todos mis sentidos. Con prontitud besé sus senos, sintiendo como sus pezones crecían entre mis labios.
La recosté sobre la cama, sin dejar de explorar un centímetro de su piel. Todo en ella me atraía. Sus piernas, perfectas y suaves, remataban, en unas espléndidas nalgas, que no dejé de recorrer, con mis manos y mi lengua.
Esas caricias, poco a poco, se aproximaban al lugar tan deseado… su húmedo y palpitante sexo. Mi boca se afanaba en depositarse en esa oque-dad abisal. Recibí su zumo, que sabía a néctar, a ambrosía. Sorbí, chupe, lamí, besé con embele-samiento. Sus suaves gemidos se incrementaron cuando concentré todas mis energías en su rígido clítoris, al que prodigué toda mis atenciones.
Mila, convulsionada, mordiéndose su labio, clavó sus uñas en el dorso de mi mano… una pequeña gota de sangre tiñó de rojo el blanco edredón. El juego de sus manos en mi cuerpo aumentaba el éxtasis que experimentaba.
Mi miembro erecto se encontraba a punto de explotar, cuando se inició una profunda, lenta y sincrónica penetración. Nuestras caderas mar-caban el suave ritmo que demoraba el estallido de placer. Me sentía inmerso en un vórtice que arrastraba todo mi ser.
El incremento de nuestros jadeos anunciaban el clímax inminente. Nos derramamos uno dentro del otro. Mis manos asían la cintura de Mila, ella apretaba fuertemente mis hombros, me sacudía…
Las sacudidas se tornaron más violentas, menos delicadas. Estoy en mi casa, en mi cama. ¿Y Viña?…, ¿Y Mila?…
– Estabas soñando- me dice mi esposa.
– Sí, una pesadilla que no alcanzo a recordar- repongo disimuladamente.
-¡Rara pesadilla!, jadeabas, hasta creería que te escuché sonreír.
– Ya pasó, dormite, le digo- Me vuelvo de espaldas, enciendo un cigarrillo. A la luz de la cerilla alcanzo a distinguir unos raros rasguños en el dorso de mi mano … unas pequeñas marcas que parecen números y una letra, juraría que observo “1000A”. Apago el cigarrillo. Sonrío y trato por todos los medios de recuperar el sueño… FIN
Dedicado a una persona muy especial…
Marcelo – gralro2002@yahoo.com.ar