Relato enviado originalmente por Emiliano P. el 25 de Septiembre del 2000 a www.SexoServicio.com
Acuérdate que siempre te adoré,
no dejes que me pierda en mi pobreza;
ya todo lo que tuve se me fue,
si tú también te vas me lleva la tristeza.
José Alfredo Jiménez
I.
-Eres una cuzca -dijo Tano.
Artemisa saltó de la cama y se le enfrentó altiva, echaba lumbre por los senos que le apuntaban directo a la cara, siempre tan tiernos con él y ahora como dagas amenazadoras, desafiantes.
-Paras el culo para lo más roña que pueda haber en el mundo… ¡Cuzca! -añadió tendido sobre la cama cuan largo y escasamente ancho era, con una mano (la diestra) bajo la cabeza y con la izquierda sosteniendo un cigarrillo del cual desprendía blancas y gruesas volutas.-Nalga fácil…¡Puta! -se lanzó Cayetano con la estocada a fondo.
Entonces la dulce Artemisa, la Misha que le llamaba “mi bebé” y depositaba los breves pezones en sus labios y le acariciaba la testa y se inclinaba sobre su miembro y le besaba con cremosa dulzura; la que un día le bautizó a esta parte del mundo Narizoncito, mi muñequito enorme; la que lo defendía a capa y espada ante las habladurías de la jauría laboral, ahora se cruzó de brazos…. desafiante.
Pero antes fue la chavita lurias de la oficina del Octavo Piso del diario en el que laboraban, la que parecía mosquita muerta con su cara de chíngame dos varos, porque nomás traigo uno pero eres capaz; la que cuando él, Tano, rompió sus miedos y la abrazó directo -al tiempo que la besaba y metía su lengua entre los dientes y le afilaba el placer-, le frotaba casi con furia el montículo de su entrepierna enmezclillada y le ofreció los senos hasta donde sus manos calientes habían llegado por debajo de la blusa y del sostén.
La sabía virgen y dispuesta casi para mártir a hierro candente perecer, ya la soñaba con las ingles empapadas de sus propios jugos y del espeso y opalino semen de él: desconocido lujurioso dejándole ir â??todo un monstruoâ? -dijo ella y él sonrió agradecido a la almohada- que la hizo desfallecer (al principio de dolor que trajo sangre consigo, y luego de placer al sentir sus movimientos)…
Misha se cruzó de brazos…. Y luego, estalló:
-¡Ahhh nooo: me perdonas pero eso sí que no me lo puedes decir! Puta nomás contigo, si es que ser puta es quererte como te quiero: con nadie más, y te juro por esta cruz que así es, hijo de la chingada; más que puta, pendeja una que anda haciéndole al cuento con la fidelidad y esas mamadas, pero ahora: se acaba y te me vas mucho a la chingada, porque son poca madre tus palabras: si bien sabes que contigo empecé y contigo aprendí a querer al mundo, a ver a mi alrededor, a que me pusieras el dedo en la llaga y yo lo besara, pendeja de mí, como si fuera un objeto sagrado: porque eso es para mí: la parte donde te concentras y me la das hasta las amigdalas, hasta el alma misma; pero te pudres, cabrón: te me vas mucho… Nooo, mejor quien se va mucho ¡pero a la chingada! soy yo…
Misha detuvo en seco su perorata, le miró con ojos de pistola, casi-casi de rifle de los llamados cuerno de chivo, y agregó para que no cupiera duda:
-No-no, nooo-no-nooo, ya te dije: quien se va mucho a la chingada… soy yo -añadió y dos lágrimas quemaron sus ojos y se evaporaron, mientras iba de aquí para allá recogiendo sus prendas de vestir y alejando con la punta del pie las de Tano, que se le cruzaban en el camino
-Te vas de mi lado porque eres cobarde/ y porque le temes a mi situación -tarareó Tano y conciliador agregó-: pinche escuincla pendeja y de pilón orinacalzones. Te quiero. Y te vas, madres: todavía ni de madrugada es…
-Y qué-y-qué-y-queeé -respondió Artemisa pese a su postura, agachada sobre el lavabo, cepillándose los dientes y escupiendo en el bidet, ese extraño artefacto higiénico, tránsfuga de alguna vieja película francesa-. No será la primera ni la última vez. Acuérdate que por llegar de madrugada a mi casa me eché broncas con mis papás, hasta que me salí de mi casa, por ti y para qué: para esto…
Afuera del hotel la lluvia deslavaba paredes y un danzón se deslizaba entre el sopor de la noche abochornada. Un par de borrachos discutía acerca de los resultados del futbol y de la posibilidad de que el dinero les alcanzara para otro par de tragos.
-No te aceleres, Misha… Te comportas a lo pendejo, mi amor…
-Y qué-y-qué-y-quéeee -repetían los diecinueve emberrinchados años de Artemisa, mientras guardaba en una maleta sus pertenencias-. Además, ya no soy tu amor.
-A gíŒevo que sí, aunque me duela uno y la mitad del otro. Yo nomás lo que digo, y conste que no me hago pendejo, es que si le diste las nalgas a ese otro culero y ya hicimos las paces, mínimo hay que usar condón hasta que sepamos qué onda: pinche mono, se la pasa de putañero en los burdeles y no vaya a ser el diablo del sida que se le pegue. Vamos, nos hacemos el examen y papas: según lo que resulte vemos cómo le hacemos para lo nuestro… Ya me dolió todo lo que debería de dolerme de que me hayas visto la cara. Ya chillé, patalié de celos, quise matarte y rebanarte en pedacitos y darte de comida a los perritos; me empedé hasta que no era yo alcoholizado, sino alcohol con yo de ribete, y me vomité, cagué, volví a guacarear y me batí de mocos la cara y me embarré de mierda los calzones de tanta inconsciencia, hasta que llegué al fondo; pero ahora sé que te amo, Misha culera, ojeta, rabalera, hija de reputa a la que adoro pero sí: sí me quiero un tantito y todo lo que te pido es que, si le vamos a seguir poniendo Jorge al niño, si nos vamos a vaciar uno por obra y gracia del otro, ¡papas! pero nomás te pido eso, que usemos condón, globito, paraguas, guantecito, mientras sabemos qué onda… Ora que si te emperras en largarte mucho a la chingada, nomás te pido: aguántate un ratito, duérmete, luego almorzamos en la fonda de la Mago y con la barriga llena discutimos lo que quieras, pero sin aceleres… Te pasas…
-Y qué-y-qué-y-quééé -repetía como disco rayado Artemisa y paraba la trompita carnosa, enfadada, mientras en la radio, paradójicamente, sonaba un merengue:
Dime niña quién te besó
a la orilla de la empalizá,
que tu mama tuvo la culpa
que la justicia no hiciera ná…
Tano hablaba y Artemisa se peinaba con furia frente al espejo, desnuda, irguiendo los brevísimos senos. En el reflejo él advertía el abundante vello rizado que cubría su sexo, y por detrás admiraba en el cuerpo la mata de vellos que sobresalía de entre la parte baja de sus nalgas.
Ahhh, la bella infanta Artemisa poniendo, ¿ahora sí en serio?, punto final a esta relación. ¿Ahora sí? Porque en otras ocasiones y después de salvajes discusiones salpicadas con brotes de violencia: tirones de cabellos, mordidas en las nalgas, puños sobre la espalda y cachetadas, terminaban amándose como si fuese la última vez.
Llegaron a separarse en algunas ocasiones, pero Tano o ella daban â??su brazo a torcerâ?.
Pero esta vez, Artemisa parecía muy decidida…
Fueron seis años de acudir con Tano a ese hotel enclavado en la zona de los periódicos nacionales, a unos pasos del Paseo de la Reforma por donde los travestis pululan ofreciéndose como mercancía con el mínimo de ropa. En las cercanías era posible captar el constante frenar de traileres que circulaban por los alrededores conduciendo enormes rollos y rollos de papel para los rollos de los diarios.
-Te digo: aguanta un ratito… Te pasas, de plano te pasas…
Seis años…
La magia de cada reencuentro fecunda a la imaginación y a la tortuosa angustia de la espera por cuestiones productivas en el diario â??que calla lo que otros dicenâ? o por encabronamientos, la suplen nuevas prácticas que estremecen el hotel que Tano y Artemisa ya consideran y llaman â??la casaâ?.
-¿Vamos a la casa, pécora de mis ojeras y taquicardias?
-Vamos, pero nada más a dormir, ¿eh? -respondía y le guiñaba un ojo.
-Pues claro que no. Mejor dime que no vamos a coger.
-Nada más poquito, pero bastante -le sigue ella la corriente de la conversación, abrazados bajo la tenue lluvia que apresura el paso del resto de la gente, comunes mortales para ellos que se dirigen a la pieza donde la obligación queda relegada por el mutuo deseo.
-¿Qué vamos a hacer? -inquiere ella y agudiza el placer de ambos la inminente entrega.
-Nada más lo que tú quieras -contesta él y ya sonríe al recordar que ella siempre aduce lo contrario o recurre al halago:
-Lo que tú quieras, mejor tú me enseñas…
Cuidado con los baches y coladeras destapadas. Qué gusto de agarrarme las nalgas en la calle, van a pensar que soy jotolín. Conmigo sí, ¿cuándo te habían metido un dedo en el hoyito, mi amor?, dice y abre las compuertas de la risa. Hojas de papel volando se adhieren a las paredes y resbalan como marsopas fulminadas. Fugaces sombras de roedores cruzan la solitaria calle cintilante, iluminada por las intermitencias del letrero que pende al fondo de la calle: “Hotel Garage”.
II
El ritual de entrada parece igual al de anteriores ocasiones. Pero ya no sienten la necesidad de apresurarse, de que ella permanezca fuera de la vista del administrador de llaves, dizque apenada.
El administrador: en sus manos está el acceso a la intimidad, es cómplice declarado y el alquiler que recibe sin solicitarlo (aunque puede informar de su monto) sólo es parte del ritual que puede incluir solicitud de bebidas, toallas y jabón.
Ahora trasponen la puerta, juegan a que se tocan con mayor cadencia y amplitud de zonas, confiados en que nadie los mira y si así fuera, qué. Están en otra parte del mundo, asumen nuevas perspectivas y suben las escalinatas alfombradas con falsa piel de tigre para ahogar los pasos de tigres y hembras que aquí concurren. Ella se derrite en sus efluvios cremosos y aromáticos; él se siente incómodo por la erección que no cede.
Apenas cierran tras de sí la puerta, reinician los escarceos que incluyen el arribo a la desnudez para encontrarse piel a piel; activan el encendido de la televisión como una barrera más ante el exterior.
Afloran trilladas palabras y sin embargo impactantes porque los muros tienen la palabra y los cercan para que hallen la cercanía. Incendiarias peticiones de ella que él acepta complacer porque sabe que Artemisa se esmerará en seguirle el paso e incluso superarlo, y para muestra está su lengua: con los dedos crispados lo toma de los cabellos y le besa hasta la garganta profunda y él siente que le sorbió el alma y para que se la recupere le atenaza las nalgas y deja que las manos se deslicen desde el cuello -hizo a un lado la cabellera de bucles negrosnegrosnegros, intensos y sedosos- y se solacen en las truncas alas de ángel que, dicen, son los omóplatos de las mujeres, y desciendan hasta la bifurcación de esas rotundas nalgas que no se cansa de pronunciar, y sienta el tibio calor que de ellas emana, que de entre ellas Artemisa desprende para darle cobijo al ser que frente a ella se enhiesta, le humedece el ombligo con una lágrima de cíclope y tirita topando contra el muelle vellón azabache -tan rizado como la cabellera-, tirita para urgir a que le cedan el paso y quiere sentirse inmerso desde ayer y navegar entre esas aguas densas que ya le fluyen a Artemisa por la entrepiernas y él las siente tan calientes que le da más frío.
-Ven -le tiende los brazos Artemisa.
-Voy -los recibe Tano y se deja conducir. Casi en silencio.
Con un leve desliz de las manos lo detiene, le echa los brazos al cuello y mejora el beso que lo dejó sin alma. Pero ahora no la devuelve: porque lo tiene de pie a la orilla de la cama, vuelve a tenderse sobre de ella, abre las piernas al máximo y entonces Tano recibe una descarga de un algo así como quién sabe qué, cuando mira en el vértice a la oscura golondrina de alas extendidas que le entra por los ojos y cimbra su razón, no sin antes advertir la sonrisa de Misha y sus ojos vidriados tras del ángulo que forman las extremidades y pronunciar la palabra mágica:
-Ven…
Y en seguida:
-Mámamela… Mámame…
Remata la orden con una sonrisa que desarma a Tano y lo hace abalanzarse con los labios cálidos a explorar aquel misterio que ella entreabre con los dedos de ambas manos para que aparezca la carne viva, a la que él acude como si fuese vertical rebanada de sandía, loca alegría con la cual saciar la sed, la necesidad de este salobre, denso, caliginoso líquido donde la lengua hurga con saltitos arribayabajo, izquierdayderecha hasta que el aliento ausente le confiere fuerzas para subir las rodillas al lecho, girarse lo suficiente y ofrecer a la también experta lengua de Artemisa al Narizoncito que recibe la cavidad bucal con un suspiro y soporta tal racha de placer hasta que no puede más y se deja ir y está al borde de la asfixia, pues Artemisa responde con la misma moneda y el paroxismo le contrae los músculos de la entrepierna y es como si quisiera llevar a Tano hasta lo más infinito de sí, cálido y húmedo.
III
La noche está abochornada; se humedeció la cara con la llovizna. Lacios, los cuerpos inician un vaivén suspendido en el tiempo, en cámara lenta; las transpiraciones se confunden, sucumben las delicadezas civilizadas y asoma la animalidad, pero la cadencia del vals que ambos tararean, que los amantes sostienen, le confiere ternura, pasión, ansiosa búsqueda de la plenitud, del supremo contacto, de la cadencia al fin descubierta pero dosificada con la pretensión de eternizarlas.
-Apriétame, llévame contigo en uuuno-dos-unooo, vuelta, valseo… Así, así nada más.
-Así -contesta él como eco.
Cuando pasan frente al espejo, él la detiene y se embelezan con la figura que han creado, se frotan nariz con nariz y se mecen arrullándose en suave oleaje que luego transforman en tempestad. Les da curiosidad cuanto ruido proviene de la recámara superior, pero sólo sonríen y miran al cielo raso… y siguen en su valseo.
-Dame la lengua…
í?l obedece. Y luces cintilantes se le instalan en el cerebro. El dolor del abrazo les provoca corrientes de pasión, y ella que decía:
-Soy más tierna que apasionada.
Ella, que decía eso, demuestra lo contrario, conduce el acto por toda la recámara, da indicaciones:
-Este paso hacia la izquierda, no te despegues… Así, derecha… uuuno-dos-unooo, vuelta, valseo… Así… Apriétame, llévame contigo en uuuno-dos-unooo, vuelta, valseo… Así, así nada más -clama Misha y se conduce apretando entre sus piernas el pene de Tano.
El vals cambia a danza propiciatoria.
El sudor se lo frotan ambos en el pecho: reactiva, incrementa la sensibilidad de la zona, endurece con furia los pezones, invade todos los resquicios y es bueno para que los torsos sean explorados por manos en ocasiones crispadas pero con sabiduría contenidas y vueltas caricia, exploradoras del mapa que asciende hasta ser nalgas que se mueven en círculo y reciben a las palmas ardientes; mientras, el ritmo se devuelve a la calma del vals e incluso suele llegar al nulo movimiento, combinado con la absorción del aliento del otro como si fuesen inspiraciones de vida.
Artemisa gime, grita de placer y él gruñe, bufa, resopla. Y entonces cesan los ruidos de los cuartos vecinos. Y ellos reinician la invención de los siameses que son.
Afuera, la lluvia golpetea sobre un techo de lámina. Desde un radio vecino la música tropical desparrama: es rock de los campos de algodón sureño USA y también mambo de Cubita la bella y chachachá de allá mismo y boleros en voz del gran Jibarito Anacobero, Daniel Santos:
Perdón, vida de mi vida,
perdón, si es que te he ofendido…
IV
-Gracias, hoy no tomo -les dice Tano.
-¿Qué le pasa, mi último bohemio de aflicción? -pregunta Meni.
-Algo grueso se trae, ése… Enamorado… puede ser que me lo traigan cacheteando la banqueta, arrastrando la cobija, ¿no?
-¡Sácate a la mierda! -responde y coge sus cosas, deja la botana intacta y un billete-. La vemos, ahí se ven.
-í?rale -contestan Chucho y Quique nomás porque sí.
Descubre que, ¿inconscientemente?, está en el mismo barrio donde las noches con Artemisa eran eternas vigilias amorosas endulzadas con pausas de lecturas en voz alta, pláticas del día, juegos con remedo de voces infantiles: mamoch a vel quen tene máchs cochquillachs, de dame tu lengua y hachemos un nudo, y: dame la patita adorable: nochs chupamos desde el dedo chiquito y el chiquito hasta el goldis, pachando pol tuch talones y tobilloch…
A ella le encantaba que le provocara orgasmos sorbiendo con los labios adheridos a su ombligo, desde donde descendía un hilito de finos vellos que desembocaban en el Delta de Venus, y pedía que le diera mordiditas alrededor y la lengua exploraba la cicatriz umbilical mientras ella gemía exaltados:
-¡Cabroncito: ¿sabes cuánto te quiero, cabroncito?! Así-así, mal-di-to: cuando dices te amo, yo te amo ibidem-ibidem, maldito este: ahorita verás lo que te voy a hacer, ancianito, viejo rabo verde libidinoso.
Y él, 41 años de edad (aunque siempre decía que tenía o cuarenta más uno o cuarenta y dos menos uno, delgado, greñas crecidas al ai se se va, con las primeras canas que rebeldes se erizan lo mismo que en la barba que en los bigotes e incluso en los testículos, se deja dibujar las flores que eran sus labios en la espalda y también desde los talones hasta las tres arrugas de la frente y en el cuerpo todo; y la dejaba que trazara miles de microsurcos con los hilos de su musgosa cabellera de negros y brillantes rizos deslizándose por sus brazos, el pecho, las piernas…
-Ahorita verás lo que te voy a hacer….
Y le cubría la cara a besos diminutos como dulces aguijones; y ella se prendía a su totalidad y él viraba y reviraba, pagaba con la misma moneda hasta que sus efluvios se hacían uno con la saliva hirviente de cada quien.
Laxitud, suspiros; manos que retiran cabellos de la cara, pilosidades de la lengua; y luego, ronca por los alaridos que le llegaron desde el ombligo, y jadeantes ambos jalan aire con leve sabor a éter y reposan -antes de entregarse al abrazo que les ponía en contacto con su más profunda piel- leyendo al poeta de Los amorosos, prodigándose una y otra vez -así, envergada como está; así, devorado como es- aquellos versos que a ella le salen con tanta ternura, pasión, los de No es que muera de amor, muero de ti. Muero de ti, amor, de amor de ti, de urgencia mía de mi piel de ti, de mi alma de ti y de mi boca y del insoportable que soy yo sin ti.
Se juraban y maldecían y envueltas en carcajadas volaban las almohadas y las sábanas se convertían en tiendas sajarauíes y allí se buscaban los labios y se encontraban los sexos y con dedos que deseaban de terciopelo iniciaban un rudo vaivén sobre la piel del otro que culminaba en abrazo enfebrecido y desfallecían con lárguísimos suspiros que en breve les darían más energía y horas para el deleite.
Sin embargo, un largo y estrecho abrazo con profundos besos a las afueras de un hotel de paso, y una petición de tregua, los tiene separados.
-Más vale… Ya nos peleamos mucho, a cada rato -justificaba Misha.
Y él camina por las calles como ebrio, quiere encontrarla y anda atontado; tropieza con la muchedumbre, siente que le arrojan al vacío más terrible: el de la ausencia de Artemisa.
Frecuenta aquellos cafés, no podía faltar el de chinos, donde entrelazaban sus manos, seleccionaban del magro menú, y se convidaban chocolates, dulces y chicles mentolados de boca a boca.
Frecuenta las calles por donde deambularon abrazados, los parques y jardines donde hacían altos para seguirse besando, también las esquinas solitarias de las que se adueñaban, y las paradas de los camiones donde subían o bajaban…
En el vagón del metro la multitud lo rodea y Tano se siente solo.
Estación terminal: los pasajeros se atropellan para ganar escaleras abajo. Tano finge dormir, aunque no falta el acomedido que le zarandea un brazo para sacarlo del sueño ficticio. Voltea hacia los pasillos del metro donde creyó ver a Artemisa, esa escuincla que lo trae de un ala.
Pero no es y más se obstina en reencontrarla, aunque sabe el plazo: fue como un poema de Cavafis:
Un día, a las cuatro,
nos separamos por sólo una semana.
Ay! esa semana dura todavía.
Por eso trae intermitentes mordiscos en el estómago y punzadas en el corazón. Calor y frío. Arde. No se halla. Escalofrío. La evoca y aparece Artemisa ahí. Misha en la zona de la memoria donde -per secula secularun- ambos se conservan y reencuentran, en verdad se tocan sin que nadie se moleste ni dé cuenta.
En la memoria hacen realidad su ideal de amor aislado… Pero no se hallan.
Y él anda como un gato loco en la oscuridad.
Un gato enamorado