Relato enviado originalmente por Emiliano Pérez el 22 de Agosto del 2000
Para el maestro Helioflores
Estaba harta.
Pero harta, lo que se dice harta: por eso sentenció que desde ese jueves -“que pasará a la historia, de eso estoy segura”, había escrito en su Diario- ya nada ni nadie podría hacer que volviera a ser la de antes: se daría a la tarea de construirse a sí misma y no a la hija, la hermana, la amiga que todos deseaban… menos ella.
Costara lo que costara, sería Sylvia Lizzeth Nul y no otra.
“Pero para eso -pensó-, me gustaría encontrar a una persona de la que valga la pena enamorarse. Hallar el amor. Pero no ese que nos dicen desde la televisión, todo amelcochado y cara-limpia y con la seguridad y la comodidad y la compañía de los hijos y de un viejito rechoncho y cervecero que se pase la vida viendo partidos de futbol o quejándose, con el vecino o con el del puesto de periodicos, de lo caro que está todo, presumiendo que ya tiene cripta familiar para-no-crearle-problemas-a-los-gordos con el Ultimo Suspiro…“Eso no es el amor. Yo quiero el amor apasionado, el que rompe y rasga, como el que dice el poeta cuando alega que el amor es el silencio más fino, el más tembloroso, el más insoportable. Si no es así, no tiene caso.”
Pero resulta que eso de “me gustaría encontrar…” era mentira. Sylvia Lizzeth estaba enamorada, sólo que no quería aceptarlo. El afortunado era nada menos que Juan Francisco, alias Torombolo: así le decían sus compañeros en el taller de ebanistería, que los franceses para los que trabajaba mantenían en el garaje de la casa, sala-de-exhibición de los muebles de estilo que ahí fabricaban.
Claro que Torombolo ignoraba los sentimientos de la señorita de la casa hacia él. Nada extraño, pues ella misma no lograba aclarárselos. Además, la forma en que se conocieron no fue la más simple y adecuada.
í?l llegaba de la escuela donde estudiaba a eso de las tres de la tarde y de inmediato iniciaba las tareas que le correspondían en la pequeña empresa Decor-Arte, propiedad de don Raymond Nul y doña Marion, su mujer, padres de Sylvia Lizzeth, Simon y Michel, sus hermanos (con quienes Torombolo se entendía bastante bien: preferían llamarle Paco que por el apodo).
Ambos estudiaban Sociología en la UNAM y se interesaban por conocer el modo de vida de su empleado, proveniente de Neza, segundo barrio preferido por sus condiscípulos -el primero era Tepito- cuando salían a sus prácticas de campo.
Sylvia estudiaba lo mismo que sus hermanos, también dentro de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, y como ellos sentía curiosidad por la vida de Paco. Pero el verdadero interés le nació hasta que él la conoció… de cuerpo entero. De los pies al cabello. Del negro al blanco solar. Del vacío a la estupefacción… De la sorpresa al atormentador deseo del reencuentro y la plena satisfacción: hasta la saciedad, hasta el hartazgo.
Paco llegó como de costumbre. Fue hasta el fondo del pasillo -columna vertebral de la mansión- donde guardaban los enseres de limpieza con los que, a diario, hacía el aseo de la finca ubicada en la colonia Anzures.
Colgó la chamarra -eterna chamarra de mezclilla desvaída- en el perchero de pie que le asignaron y llevó trapeador, jerga, escalerilla, desinfectante y demás instrumentos de limpieza hasta la puerta de acceso al pasillo; debía cruzar una estancia que hacía las veces de vestidor y gigantesco guardarropa; a un costado estaba el baño, cubierto en su totalidad con mármol negro; tenía sauna y una gran tina de porcelana tan negra como la taza del guáter, bidé, lavabo y los accesorios.
Con el agua en la cubeta, la jerga en el trapeador y listo para empezar sus labores -le pagaban por hora y regularmente trabajaba cuatro-, descubrió que le faltaban el desinfectante con aroma a pino y los guantes de hule látex que sobre todo usaba en invierno, para que no se le resecara la piel de las manos y luego lo cabulearan sus amigos diciéndole “manos de lagarto”.
Fue hasta la covacha y por más que hurgó, no aparecieron ni los guantes ni el desinfectante. Salió al pasillo y en la primera puerta, la de la cocina, asomó para preguntarle a doña Zenaida si no los había agarrado.
La vieja cocinera secaba con su antebrazo el sudor espeso que le fluía desde dentro de la cofia blanquísina; se encontraba de malas: le encargaron conseguir conejo para la comida del otro día. Ella tuvo que matar y desollar a los gazapos, pero al sacarle las tripas a uno -había cuatro sobre la mesa cubierta de zaleas humeantes, entrañas, cuchillos manchados de sangre y guillettes con los que desnudó a los animalillos- se le reventó la vesícula biliar.
Seguro la carne amargaría.
Quizá por eso doña Zenaida le contestó, mientras con la mano derecha se hacía a un lado las greñas que le estorbaban la vista:
-Yo qué quieres que sepa de tus chingaderas. Búscalas, mira -agregó con franco disgusto, resoplando de coraje-. Ya nomás eso me faltaría: ser la gata del gato, chingados. ¡Lucida estaría! Busca tus mugres, ¡todo quieres que te lo pongan en las manos, inútil!
-¡Uhhh, pinchi ruquita! ¡Yo qué culpa tengo de que sea pendeja! Si no sabe donde están mis chácharas, dígamelo y ya, punto: no tiene por qué cagarme así nomás, de barbas -se defendió Torombolo y dando media vuelta salió al patio echando mentadas de madre: a ver si el chofer sabía de los guantes y el Pinesol.
-Están en el baño, mi buen Torombolo -dijo Atenógenes-: creí que ahí los guardabas, mi buen, junto a la tina. Discúlpame, manito.
-No se apure, ese; no hay cuete. Pero déjeme bien limpiecito el Meche Benz. Nomás no me lo talle tanto, que se lo va a acabar.
-Te voy a tallar pero el lomo, y con la de hacer chis, mi Ceniciento, con la de hacer chis.
-Chale, usté luego luego a los albures, mi Anquetenojes. Ahí se ve, porque ya me anda de miarbolito, ¿no quiere sacudírmelo? -preguntó Torombolo y no esperó respuesta.
A la salida del Cecehache (donde estudiaba el bachillerato) fue con uno de los Hermanos Gemelos y tomó tres cervezas. Con el frío le estaban haciendo efecto diurético. Aprovecharía su ida al baño para dos cosas.
Recorrió el pasillo en segundos. Apenas traspuso la puerta, advirtió que no había encendido las luces del guardarropa. Lo recibió la penumbra. Recordó que traía descompuesto el cierre del pantalón. Para que no se le bajara y a cada rato le dijeran : “si no cierras la jaula se te va a escapar el pajarito quema maiz”, le puso un hilo que enredaba en el botón de la pretina; quiso bajar el zíper, pero no hallaba la punta del cordoncillo.
Por más que bailoteaba para calmar las ganas de orinar, no solucionaba el problema; el bailoteo fue insuficiente para contenerse: las piernas le temblaban,el sudor perló su frente, sintió que el corazón le palpitaba desbocado… y fue por demás evitar que fluyera la orina en que se habían transformado las cervezas ingeridas; lo peor: con el frío decembrino los orines se enfriaron al momento y entumecieron a Torombolo, quien sólo acertaba a decir por lo bajo:
-¡Chingada madre: ya me mié, ya me mié! -y a dejar, resignado, que la vejiga se desahogara.
“Por suerte -pensó- apenitas el sábado me traje unos pantalones viejos, para escombrar la cava del señor Nul; que si no…”
Combando las piernas fue nuevamente hasta la covacha. De entre un montón de jergas deshilachadas extrajo el pantalón.
-Ora sí que voy ir en el Metro a la última moda: de crisis-punk. Qué-mala-onda, neta que yes.
Desanudó los tenis, dejó sus calcetines como un par de donas en el piso -un aroma de piel húmeda y amoniaco se elevó por la estancia-; extendió los pantalones y los calzoncillos sobre la tarima que empleaban para planchar la ropa y, castañeteando los dientes, se dirigió al baño con la camisa y un suéter blanco encima. En la mano izquierda llevaba el pantalón que lo sacaría del apuro.
La puerta sin seguro era clara señal que dentro no había nadie. Días antes había aceitado las bisagras existentes en la residencia. Desde entonces, nada rechinaba. Empujó y rápidamente se introdujo. “No vayan a salir la Señorita o la doña Marión”.
¡La que se le armaría a Torombolo por andar en pelotas! Sobre todo en esta casá que es decenté y que usteg tiené que respetag si se quedag con el trabajoj, le dijo don Raymond el día que llegó a solicitar el empleo de mozo-de-la-casa, en un un afán de, cuando menos, tener para una torta en la escuela, lo indispensable para los camiones y, de vez en cuando, para unas cervezas con los amigos de la escuela: se daban la gran vida en el billar mientras él se la pasaba con las tripas gruñéndole a la vida.
En dos zancadas llegó a la taza del guáter. Debido al frío y desnudo como andaba, nuevamente sintió deseos de orinar, aunque ya no con el ansia y la desesperación anterior. Iba a soltar el chorro cuando, a través del espejo que pendía sobre el lavamanos, advirtió la presencia de Sylvia Lizzeth, la Señorita… “Bueno, eso de señorita lo dice ella”, gustaban de lucubrar los trabajadores del señor Nul.
Ella. La Señorita. En la tina. Desnuda. Sumergida en aguas cuyos vapores emanaban aromas de sándalo y jazmín y amizcle y aceite de manzana.
Desnuda y líquida. Aromática. Esencial.
Sorprendido, Torombolo se volvió para cerciorarse, aún con el fláccido miembro en la diestra. Sólo entonces se percató de la atmósfera neblinosa en la que se hallaba, del frío mármol y de las ropas de la señorita desparramadas al pie de la tina: mallas color rosa-pierna-de-garza, pantaletitas blancas (adornadas con un ramo de rosas bordadas sobre el monte de Venus), zapatillas de ballet y vestido a lo Marilyn-ventilándoselo-sobre-las-rejillas-del-Metro, sin faltar el listón con que se ataba el pelo y de paso equilibraba el rosa chillante de las mallas.
Y también descubrió Torombolo que ya no sabe de nada más que de la presencia de la Señorita Sylvia Lizzeth sumergida en el agua; de la blancura de su cuerpo ondulante y líquido; de sus senos que parecían sacarla a flote, coronados por dos breves pezones color bugambilia dorada por el sol del atardecer tropical; de su rostro de ojos entrecerrados. (Destacaba la nariz respingada y la barbilla partida, las tupidas cejas y el rizo de las amplias pestañas.)
Era evidente que disfrutaba no sólo la tibieza de las aromatizadas aguas, sino también el jugueteo imperceptible que sus manos realizaban aguas abajo, entre la fronda de finos vellos azabache que destacaba la blancura de su anatomía.
Las manos de la Señorita: alas quebradas, diría Agustín Lara, entreabriendo los labios de la vulva para sobre ellos pasear el pequeño dedo índice: índice de fuego para sentirse tan cálida como el agua que la envuelve como a una diosa absoluta, lo cual le facilita acariciarse así, suavecito, pensando el recorrido para que, dócil, el dedo se encargue del resto hasta que fluya el líquido que le quema las inmensidades del ser y que, de haber estado fuera de la tina, hubiese empapado la ingle, la sedosa corona del Monte de Venus, la mano toda con hilos plateados: huellas del caracol del deseo que la aquejaba.
(Porque ya no se conformaba con el índice: extendía la mano entera y la deslizaba como mariposa dispuesta a surcar la caliginosa y palpitante zona ya hinchada, ya henchida por el insistente toqueteo: el aleteante cordial se introducía en el interior denso ya de tan cremoso, tan aprisionador y sin embargo aterciopelado anfitrión. La mariposa-índice provocaba la erección del clítoris ultrasensible, que tantas descargas provocaba y distribuía a todo su ser, orillándolo a que perceptiblemente se moviera, como para albergar en su musgoso capullo al pene más hermoso del mundo -y quedárselo por siempre, erguido y retozón, cíclope ansioso de navegar profundidades generadoras de pródigos efluvios).
Con los ojos entrecerrados y la cabellera fuera del agua, Sylvia Lizzeth (cascada negra confundiéndose con el mármol), Sylvia Lizzeth era incapaz de aceptar otra cosa que no fuesen aquellas andanadas placenteras que se prodigaba: incluso y con un mínimo esfuerzo (auxiliada con un poco de champú), revoloteaba e introducía el meñique en el brevísimo, delicado, tenso ojo trasero (“mi pasita”, decía cuando platicaba con sus amigas de cuestiones relativas al sexo).
Deseaba algo más, pero temía lastimarse.
Y sin embargo, apostaba a la realidad de los sueños. Entonces la sensación de casi plenitud le venía por partida doble: autoposeída por atrás y por delante, formaba ligeros círculos en el agua con el meneo de sus nalgas firmes y, cuando secas, satinadas; entreabría la boca y con la lengua, fina y puntiaguda, lánguida punta de flecha, se acariciaba los labios encarnados e intensificaba el placer acariciándose los senos, apretándolos hasta erectar los pezones. El agua de la señorial tina hacía olas y cobraba vida, como si algo muy al interior de su interior bullera, rebullera feliz, alegre, luminoso de dicha autoproclamada.
Todo esto veía Torombolo. Nada más que eso. Y sus manos ciegas deletreaban el pene que, ¿a qué hora irguióse el acezante coloso? Dejó fluir (cíclope al fin) una breve lágrima opalina que Torombolo atrapó, sin conciencia de lo que hacía, para untarse el glande violáceo que se estremecía ante lo que la vista y demás sentidos -mezclados con imaginación y recién descubiertos sentidos adivinatorios- le brindaban; la Señorita, sin proponérselo, prodigaba sus encantos, estremecidos por corrientes de plenitud; él imaginaba ser el alma de aquellas felices manos que retozaban sobre piel de durazno sin más justificación que ser vivarachas danzarinas; él, arrodillado junto a la tina, conteniendo la respiración para luego bucear hasta aquella vorágine oscura cuyo centro alberga todas las comodidades posibles para una lengua como la de Torombolo, resuelta y ágil para prenderse como sanguijuela, dispuesta a apropiarse de todo aquello y mucho más: el alma de tanto cuerpo, incluso.
Torombolo se soñaba causante de todas aquellas marejadas de placer tan gratas a Sylvia Lizzeth, dispuesta frente a él: abre las piernas al máximo para que el muchacho se deje ir, trémulo, balbuceante, lentísimo, abrasándose en aquel horno marino y llameante hasta el sinfín que es, prepucio propicio para instalarse breves segundos eternizados y luego retroceder para volver a zambullirse en aquella carne glotona que todo lo engulle adhiriéndose y susccionándolo desde la punta que lo corona, hasta la raíz misma del tronco nervudo y palpitante que, encabritado, arremete hasta tocar la nada, la eternidad.
Al retorno alisa aquella envoltura carmesí que lo embrutece convirtiéndolo en feroz ariete, cabrío que embiste hasta que las pelvis se funden en un torbellino de pelambres, rizada y sedosa la de ella, áspera y lacia la de él. Así fundidos, vueltos uno, las insatisfechas valvas claman por boca de Sylvia Lizzeth, la Señorita de la casa:
-¡Así… asííí…! ¡Ven asííí… Â¡Otra vez… aunque me duela!
Ahora ella toma las bridas y está meciéndose y goza visualmente esta fantasía oscura y tensa, de venas enhiestas como crestas que le serruchan algodonosamente la carne sensible… hasta que el cíclope le lleva el alma hasta el paladar. Las bridas. Y los espolonazos: acaricia y soba los testículos como si fuesen óvalos perfectos bruñidos y preñados de miel derretida al sol, óvalos abrillantados por las emanaciones de Sylvia, espesas y transparentes, aromáticas como hierba húmeda.
Sylvia goza el perezoso deslizarse de este singular reptil que se pierde y al aparecer algo vuelca de aquello que lo envuelve: funda gratinada de zumos iridiscentes, hostigando al inquieto clítoris que, al ser tocado, telegrafía a todas las centrales nerviosas un insistente: “Vente… vente porque yo me vengo… Yaaa… vente”. Hasta que el cerebro dispone a esas dos masas de sensualidad para que capten hasta lo infinitesimal la muerte chiquita, que ya se atisba cuando el paso se vuelve trote y finalmente galope que lleva hasta cimas con parajes de plenitud: praderas para el descanso perenne.
Sylvia, su molusco de aguas tropicales -voraz- escalda a ese prisionero que tan libremente aletea como gaviota surcando su cielo púrpura incendiado, una y otra vez para, de repente, lanzarse en picada hasta las orillas de su playa pilosa donde flota un rato ocultando la testa en las rodillas para que Sylvia Lizzeth se retuerza de alegría y a cambio enrede las piernas en la cintura de Torombolo y le presione con los talones sonrosados y succione su boca, haciendo con las lenguas un enredijo laberíntico cuyas puntas latiguean en las sienes, en los senos (que furiosos se restriegan en el pecho masculino), en la espina dorsal, en los poros que se abren para empaparlos de salobre sudor ahora que ella le rasguña la espalda, apuntalándose de la mejor manera a la silla de carne cruda -de la que no quiere ser despojada ni despojarse, aunque quisiera: no en balde la afianzaban por las nalgas (con avaricia) dedos como cangrejos atenazados en la roca, para estar piel a piel, poro a poro, boca a boca…
No lo sabía pero Sylvia se masturbaba pensando en Paco, y él viéndola a través del vapor dueño del baño, que le hacía olvidarse del frío ambiente, concentrándose en las manipulaciones trémulas brindadas al miembro que apuntaba hacia donde ella se mantenía flotando en el placer, mordiéndose ligeramente la lengua cada que introducía hasta lo más profundo su dedo, solitario explorador de aquella su selva tropical que tan suculentas y vivaces floraciones otorgaba.
Torombolo la ve agilizar sus movimientos: el agua escapa por los bordes de la tina.
Torombolo entrecierra los ojos, de pie como está, y otra vez la mágica imaginación los tiene a ambos sentados en el borde de la tina; ya no puede entrar más y Sylvia Lizzeth lo ha recibido todo con la piel de su cuerpo erizada: multiplica, saborea cada milímetro que tiene dentro de sí, aunque siente una nada desagradable punzada a la altura del ombligo y es cuando ambos se estrechan porque algo está a punto de estallar, de liberarlos, y Sylvia se funde contra él y él quiere trozarla por la cintura, descoyuntarse con ella cantando un ruego, suplicándole espérame en el cielo, corazón, espérame que me voy contigo.
Y todavía faltan luces multicolores, tambores batientes que retumban en sus cráneos; bandadas de golondrinas desperdigándose en todos sentidos, en mil direcciones. Y las contracciones del cielo, las contradicciones del mar, del infierno, de las bocas que exhalan resuellos, y faltan diez surcos en la espalda de ambos para trastornar más las aguas, hasta que recuperen su habitual calma a partir del profundo suspiro que ambos engendran y dejan libre para que se expanda por el universo todo y lo transforme y arribe un sol plateado, una luna luminosa: luz que invade todo.
Torombolo entreabre los ojos y la redescubre a Sylvia -¡Señorita!- lánguida, con la cabeza suelta a un lado. Y entonces, sobresaltado y silencioso veloz, se ajusta el pantalón que no abandonó y justo cuando está por terminar: la Señorita percibe algo y abre los ojos negros; lo mira azorada… y él, Paco, arremangándose la valenciana de la pierna izquierda.
Sylvia Lizzeth se incorpora lenta, silenciosa, y él: trastabillante, sin poder ocultar del todo la erección aún visible bajo la tela, coge presuroso el Pinesol y los guantes rojos de látex.
Apenas si tiene tiempo de balbucear:
-Usted dispense… Es que… Pensé que no había nadie y… Este… ¡Con permisito, con permisito!
Salió despavorido, sin dar tiempo a que la Señorita se recuperara de la sorpresa.
Así la conoció… de cuerpo entero: un metro sesentaisiete centímetros, de menudo pie y descalza, piel de durazno, pantorrillas firmes, muslos como columnas de porcelana, vientre plano ostentando un gracioso ombligo; caderas con forma de pera que se estrecha para dar paso a la cintura, curva peligrosa; senos amplios y erectos, con pezón respingado como capullo de bugambilia; cuello alargado y esbelto, facciones dulces y taciturnas, altivas cuando se requiere (la barbilla bifurcada ayuda). Por si fuera poco, la cabellera cae como un velo sedoso desde la coronilla hasta el nacimiento de las nalgas, semiesferas…
Por su parte Sylvia estaba decidida a satisfacer el interés que sentía por Paco. Ojalá fuese a temperaturas más veraniegas y con los cuerpos dispuestos poro a poro, “los dos vestidos de desnudez”, anotó en su Diario con la fecha al calce: Enero 14/Martes.
Desde entonces se repetía: “Es que el amor es el silencio más fino”. Y ahora que estaba harta de su vida, pero lo que se llama harta, quería romper con todo. Incluida su -hasta entonces casi íntegra- virginidad…
-Pero eso sí -decía-: no se la voy a dar a cualquier pendejo para que ande alardeando en las fiestas o en los pasillos de la Facultad…. Qué tal si se enteran Michel o Simon.
Sobre todo Simon, el que más la celaba. Y la celaba porque…
¡Nhombre, si es como de novela!