No fue nada intencionado, de verdad; aunque ahora se me exija de todo y culpe por ello. Simplemente habíamos quedado para hablar de nuestras cosas como otras tantas veces. Inocentes encuentros, vamos. Fuimos novios en la universidad; pero de eso hace ya mucho tiempo. Cada uno tomó un rumbo distinto y desde que volvimos a encontrarnos hace ahora un año, quedamos una vez al mes para tomar un café y charlar de todo un poco, sobre todo de nuestros tiempos jóvenes. Sin embargo, aquella tarde, yo tenía un encargo que hacer: unos tíos de Francia â??por parte de mi mujer- venían a pasar el fin de semana con nosotros, y por problemas de acomodo, y por una sola noche, tenía que reservarles habitación en un hotel. Así es que aquella tarde no hubo cafetito de inicio, pero me acompañó a efectuar la reserva con la intención de tomarlo después.
Entramos en la recepción del hotel y pedí reservar una habitación. El recepcionista, viendo nuestra ausencia de equipaje, y por más que le expliqué los motivos de mi reserva, creyó que era una aventura amorosa y durante el breve momento de toma de datos, no desdibujó su puñetera sonrisa en ningún momento. En un principio me molestó un poco, pero después, pasados los primeros cinco minutos y siendo ella y yo conscientes del por qué de su picarona mueca, decidimos seguir el juego… Y todo empezó así, como una gracia. Como una infantil y divertida broma.
Entregué mi Visa, y el recepcionista me entregó la llave: habitación doscientos seis. â??Si quieren, pueden subir a ver donde se hospedarán sus tíosâ?: invitó irónicamente. Y no me corté en contestar: â??Sí, más que nada por probar la cama. Ya sabe, son personas mayores y sufren de espaldaâ?.
Ya en el ascensor, Claudia y yo nos tronchamos de risa recordando el escepticismo del recepcionista y lo que estaría pensando de nosotros. Pero nos daba igual. Nuestra complicidad era muy fuerte, nuestra relación de amistad rayaba la perfección y creíamos tener nuestros viejos sentimientos controlados.
En la habitación todo estaba en perfecto estado, limpio, ordenado, bonitos detalles decorativos, el mobiliario moderno y con neverita. Sin perder tiempo en curiosear armarios y baño, algo de lo que sí se preocupó Claudia, abrí la neverita y puse un par de Martinis con hielo y abrí una latita de olivas. Habíamos decidido hacer tiempo para seguir el juego, y ya que iba a pagar la estancia a los tíos franceses de mi mujer, decidí aprovechar el servicio.
Al poco, en la pared, y junto al panel del aire acondicionado, di con los controles del hilo musical. Mi mano subió instintivamente para accionarlo, y con un leve giro de botón el ambiente se envolvió con los compases de un bolero cantado por Luis Miguel: â??El relojâ?. â??¿Bailas?â?, le propuse cogiéndola de la mano. Y no dudó un instante. Dejamos nuestras copas -consumidas de un trago-, y al pie de la cama comenzamos a marcar los primeros pases de baile, como en los viejos tiempos. Recuerdo que nos pusimos a recordar el momento de la reserva y a imaginar qué estaría pensando ahora el recepcionista de nosotros. Hasta le imaginamos con el ojo pegado a la cerradura de la puerta, observándonos, como Anthony Perkins en â??Psicosisâ?. â??¿Y si le diera motivos para que creyera ciertas sus sospechas?â?, bromeé deslizando mis manos por su trasero. â??¿Y si se los diera yo?â?, hizo ella lo mismo provocando que nuestros cuerpos se juntaran aún más dando un enérgico empujón. Seguimos bailando, pero ahora a penas cinco centímetros separaban nuestros rostros… El calor de la sensualidad nos abrió sus puertas…Noté la dureza de sus senos aplastados contra mi pecho… Y la música que no paraba de sonar â??no más nos queda esta noche para vivir nuestro amorâ?… Y nosotros que no parábamos de bailar… Dejamos de hablar… Sus manos comenzaron a jugar con mis nalgas, y mis manos a remangar su falda hasta sentir la suavidad de sus piernas. Noté la excitación invadiendo todo mi cuerpo. Y mis ojos se clavaron en los suyos. Pupilas dilatadas, brillo en las miradas, y una respiración cada vez más acelerada siguieron a continuación. La distancia de nuestros labios se redujo a tres centímetros, luego serían dos…, y al final se produjo el inevitable roce mezclado con el calor de nuestra respiración. Un jugueteo previo. Un ligero mordisqueo. Una caricia entre ellos. Y nuestros labios se lanzaron uno contra el otro en duelo grecorromano. Sin reglas, salvajes, desnudos, queriendo ser uno más que el otro, buscándose en todas direcciones. Nuestras bocas se abrían y cerraban como queriéndose comer una a la otra, mientras las lenguas penetraban en gruta ajena buscando a su igual en ardoroso encuentro.
Estalló entre nosotros un lujurioso deseo carnal…
Pronto la despoje de su blusa mientras ella peleaba con el cinturón de mis pantalones. Caímos sobre la cama, buscando de forma frenética el beso de nuestros sexos. La excitación era tremenda. Era como si los dos hubiéramos estado deseando aquel momento durante años y nos hubiéramos reprimido todo este tiempo. Fue como volver a nuestro romance universitario, con toda su fogosidad, metidos en la parte trasera del â??mil quinientosâ? de mi padre. Nos fuimos desnudando el uno al otro. Con prisas. Locos por tenernos. Poseídos. Pero de repente, en el momento en el que el grado de excitación estaba alcanzando su máximo apogeo, surgió un contratiempo inesperado: mientras lamía y besaba aquellos pechos que se agitaban como postre de gelatina, deslicé mi mano por su cadera, pero la esclava se me enganchó con el encaje de tela que cubría su negro y rizado tesoro. Intenté zafar mi atadura con un par de tirones, pero me fue imposible y tampoco quise ser muy brusco; aunque de buen grado se las hubiera arrancado. Al final, para no estropear el momento, y llegados al clímax, desabroché la pulsera todo lo rápido que pude, y mientras sus bragas y mi esclava volaban unidas por la habitación como símbolo de lo que estaba apunto de suceder, ella me abría sus puertas invitando a que mi cuerpo entrara en el suyo… Lo que vino después, en fin, ya se puede imaginar… Luego, con las prisas por dejar el hotel por si llegaban los parientes franceses…, ya sabe lo que pasó.
Es por esta razón, señor abogado, que los tíos de Francia se presentaron ante mi mujer aquella misma noche con la prueba de mi culpabilidad: unas bragas blancas con encaje, enganchadas a una pulsera de plata con mi nombre escrito. Con los nervios, se nos olvidó ese pequeño detalle en la habitación colgado del aparato del aire acondicionado.